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LOS PIRATAS DE ULTRAMAR (Cap. 2)



Seguimos con la publicación por entregas (que ya aparecerán reunidas como libro impreso de la editorial Grimald) de nuestra próxima novela, Sam Robinson y Los piratas de ultramar, la continuación de Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown. Si no has leído el primer capítulo, lo tienes aquí.



2
El libro
 
Ya tenía yo entre mis manos aquel fantabuloso volumen de tapas duras, ricamente ornamentado, y que pesaba lo suyo. Vi que tenía una cinta de tela saliendo de la parte superior del lomo, un guardapáginas, que hoy día ya no se suele poner en los libros. Lo primero que hice fue acercarme el libro a la nariz, antes de abrirlo ni nada, y olerlo detenidamente. Aquel libro no olía sólo a… libro. Quiero decir, que no sólo podía uno percibir el olor del papel gastado, las cubiertas de cuero, o la tinta. No… aquel libro olía incluso a mar. A espuma de mar. Parecía como si en mis dedos quedara salitre, al tocarlo. En ese momento me imaginé cientos de delfines saltando sobre las olas del mar, o las gaviotas en una lejana isla cayendo sobre la superficie del agua para pescar pececillos, o el casco de madera de un viejo buque surcando las aguas, viejo y cansado, hacia el puerto más próximo.
De pronto me invadió una sensación un tanto extraña. En principio, lo que yo quería, como con cualquier libro, era abrirlo y empezar a leer desde la primera página. De entrada, me gusta ver la primera hoja, que a veces trae un grabado del autor, junto a su nombre y la editorial; y después curioseo el índice, para hacerme idea de lo que me voy a encontrar. Aunque desde luego, en algunos libros los títulos de cada capítulo son más ambiguos que en otros; más… libres. Sin embargo, en esta ocasión, y nunca me había pasado antes, no fue así.
La sensación que me invadió, como os decía, es la de que no debía abrir el libro por el principio, sino justo por el punto que el guardapáginas marcaba. La fina cinta de tela color púrpura estaba metida entre las páginas del libro algo más allá de la mitad; quizá a tres quintas partes del total, más cerca del final que del principio. ¿Por qué estaba metida justo en ese punto, marcando esa página en concreto? ¿Era casualidad que estuviera ahí, pues en algún punto del libro debía de estar, o alguien la colocó allí a propósito? ¿Quizá la había puesto allí el último lector del libro? Y, ¿era ese lector mi abuelo? De ser así, ¿había quizá alguna intención en ello?
Con los dedos separé cuidadosamente los dos bloques de páginas que la cinta dividía, y abrí el volumen por vez primera. Al instante pareció soplarme en la cara una ligerísima brisa marina, y oí la lejana campana de algún puerto. Una luz de la calle, que pasó fugazmente por la ventana de mi habitación, me dio la impresión de que algún faro sobre un imponente acantilado arrojaba su ayuda a los menesterosos buques que se acercaban, cautelosos, a la costa, en medio de una feroz tormenta.
El papel, y sobre todo el lomo del libro, crujieron sonoramente, como si hiciera mucho tiempo que nadie lo hubiera abierto. A decir verdad, el libro tenía algo de polvo por arriba. Parecía un libro viejo, muy viejo. Pero, realmente, no sé en qué momento de la vida de ese libro no debió de parecer viejo. Quiero decir, que en algún momento lo tuvieron que hacer…
¿…o no?
Al abrirse por completo el fantástico libro, me encontré una tipografía muy elegante, que sin embargo no había visto nunca antes. Era claramente una tipografía de imprenta, pero tan estilosa, que cada letra parecía escrita a mano, igual que en esos viejos libros de los monasterios. Como en casi todos los libros, se trataba de tinta negra, y de renglones finos y apretados. Parecía haber una ligera desviación de cada línea, un poquito más arriba o un poquito más abajo, de modo que le daba un aire encantador. No vi más adorno que el propio texto, ni grabado ni ilustración alguna, al menos en esa parte. Lo que sí estaba claro es que el papel era bueno (pues además el libro pesaba), aunque con los años sus páginas habían amarilleado, sobre todo hacia los bordes. No hay mejor sensación en el mundo entero que leer en las páginas de un viejo libro amarillento, y que además huele a mar… excepto quizá un buen bocadillo de jamón.
Al contrario de lo que yo esperaba, no comenzaba en ninguna de esas dos páginas capítulo alguno, sino que era texto continuo, en un punto al azar, parte de una sección anterior. Como no sabía de dónde venía, ni hacia dónde iba, no pude sino ponerme a leer. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Aquel libro ya me había ganado. Ése fue mi primer contacto con aquella obra.
Comencé a saborear las palabras, una tras otra, y en apenas un par de líneas ya me vi sumergido en un magnífico ambiente de piratas. ¿Cómo explicároslo? Cuando uno lee un libro no está simplemente pasando la vista por encima de palabras impresas. Tampoco lee una palabra tras otra, haciendo frases, estas frases párrafos, los párrafos capítulos, y los capítulos el libro al completo. No, no se trata de leer palabras, si me entendéis. Se trata de qué nos dicen esas palabras, adónde nos conducen… Y qué tenemos nosotros que ver con ellas. Porque no os engañéis: un libro no es nada sin vosotros.
Uno hace el libro al leerlo: lo completa.
Lo que me encontré fue un raudo velero surcando las olas del mar en un día soleado, el fresco viento en mi cara haciendo ondear mi pelo, el crujir de las cuerdas y los mástiles, y el batir del agua sobre el casco, haciendo moverse al barco. Y la libertad y el horizonte ante mí, y las nubes y el cielo y el sol como testigos impagables de aquel viaje hacia latitudes meridionales, y una brújula señalando el sur y un destino lleno de fortuna y gloria. Y vi pequeñas y grandes islas salvajes, con escarpados acantilados y selvas tropicales, y arrecifes donde los barcos podrían encallar y romperse en mil pedazos, y largas playas y pequeñas calas, todas ellas de arena blanca como la nieve, cálida bajo el radiante sol. Y vi a los hombres desembarcar, y tomar puestos de vigilancia, y bajar las provisiones, y pescar nadando en la costa, y una gran hoguera bajo la noche eterna y las inmortales estrellas bendiciéndonos, y una opípara cena de pescado y marisco cocinados al fuego. Y vi toda esa maravillosa vida anárquica, no sujeta a normas ni a atadura alguna, sino a la búsqueda de aventura y de riesgo y de contar tan sólo con el día a día. Y viví y sentí, como si estuviera dentro de un ensueño, mágico y placentero a la vez, lo que es la vida de unos bravos piratas que se han echado a la mar…
Y yo formaba parte de esa tripulación, no sé cómo… pero ya os he avisado de que, al leer un libro, uno se mete dentro de él y lo vive como si fuera real. Y creo que estando allí, en la playa de aquella magnífica isla inexplorada, oí a alguien llamándome por mi nombre. Y aquello me turbó, de pronto, sin esperarlo. Pues hasta entonces no me había dado cuenta de que nadie percibiera mi presencia en aquel lugar, en mitad de aquel barco y aquella tripulación, sino que yo observaba todo como alguien que mirara desde fuera, estando sin embargo ahí dentro. Pero en ese momento se rompió esa sensación, tan libre y segura a la vez, pues oír mi nombre me hizo percatarme de que no estaba realmente solo, sino de que alguien más en aquel lugar sabía que yo estaba allí: “Sam… Sam…”
−¡Sam! ¡Sam!
Lo que de pronto me sacó del libro (literalmente, sacó mi cara de entre sus páginas) era la voz de mi hermana, llamándome desde la habitación de enfrente.
−¡Sam, apaga ya la luz, que no me dejas dormir!
Con tanto ajetreo no me di cuenta de que mi abuelo había dejado la puerta entornada, y la luz de mi habitación se filtraba en la de ella, que dormía con la puerta abierta porque tenía esa manía, molestándola. Puedo juraros que si ella, en aquel momento, no me saca del ensueño, hubiera podido seguir leyendo las páginas de aquel libro hasta el final. Pero eso no hubiera sido bueno, pues al fin y al cabo lo que yo quería era leerlo desde el principio. Leerlo entero. Así que cerré el volumen, lo dejé sobre la mesilla, apagué la luz, y me dispuse a dormir.
Pese a la emoción de lo que acababa de sentir, al introducirme en aquella, sin duda, magnífica historia, de trama desconocida para mí, me dormí enseguida. Lo que no tuve, sin embargo, fue un sueño tranquilo, pues me vi sumergido en las aguas turquesas de aquel mar de piratas, en medio de aquellas islas. Y pese a lo hermoso de aquella exuberancia indómita, me sentí en mis sueños también atenazado por un peligro. Pues había allí, entre toda esa naturaleza y aquella vida de pirata, ambas indomables, algo más que era igualmente indomable… y por ello mismo potencialmente terrible. Sentí, junto a los hombres del barco, algo más que simple naturaleza; quién sabe si algo más allá de ella, quién sabe si algo nacido bajo su seno, pero ya no bajo su control. También, en medio de aquellos sueños revueltos, sentí un cierto peligro que respondía más bien a la amenaza del hombre, pero no de aquellos piratas, compañeros de mi tripulación, sino de otros que yo aún no conocía siquiera por su nombre o procedencia. Y también sentí unas intensas ganas de volcarme en la aventura que siempre promete el lanzarse al mar en un barco, sin más rumbo que lo desconocido. Al fin y al cabo, había leído decenas de libros de piratas.
Pero como os digo, no sé si fue el fervor que despertó en mí aquel libro, las misteriosas palabras de mi abuelo acerca de él, o que había comido demasiada lasaña (o puede que una mezcla de las tres cosas, que provocaron en mí una tormenta de ensoñaciones muy reales), que no pasé una noche muy reposada, precisamente.
A la mañana siguiente, después de desayunar madalenas de la abuela Justina, cada una del tamaño de la cabeza de un Yorkshire, para que os hagáis una idea, fuimos a visitar la laguna. Era un lugar muy agradable que daba justa fama al pueblo, donde todos los habitantes iban a pasar el domingo; incluso venía gente de más allá a disfrutar de su belleza en los días soleados.
Era ése uno de aquellos hermosos días soleados, de modo que dimos un paseo, mi abuela con una cesta de mimbre con el almuerzo, y mi abuelo con su caña de pescar, pues en la laguna había peces. Se trataba de un lugar donde la naturaleza no había sido aún devastada por artificios humanos. A un lado de la laguna se erguían, en un montículo no demasiado elevado, unos abetos que daban buena sombra, para cuando hiciera más calor, y al otro había una gran pradera donde los niños y los perros podían correr y jugar y saltar. La de veces que había yo, junto a mi hermana, hecho volar allí nuestra cometa. Alrededor de las aguas, dejando varios metros de verde hierba para sentarse y tumbarse al sol, había una hermosa valla de madera pintada de impoluto blanco, dando al lugar un aire de placidez con el que en la ciudad sólo podíamos soñar. Como os podéis imaginar, me encantaba ir allí.
La abuela, siempre preocupada por la comodidad de la familia (y por su estómago, el de todos) desplegó un largo mantel para sentarnos en derredor, puso sobre él la cesta de mimbre, y sacó de ella algunos sándwiches, limonada, vasos, pan, cuchillos y mantequilla para untar… incluso había llevado mermelada casera. Estuvimos un rato sentados allí, simplemente observando alrededor, hasta que mi abuelo terminó de preparar sus aparejos de pesca. Poco después, mi abuela y mi hermana se subieron a una de las barquitas de madera con remos que había allí a disposición del público, por unas pocas monedas, y pasaron un buen rato sobre las cristalinas aguas, bajo el dulce baño de sol de la mañana. Yo me quedé sentado con mi abuelo sobre la hierba, cerca de la orilla, mientras él echaba el anzuelo al agua. Le encantaba pescar, y decía que ese lugar concreto, cerca de la colina con árboles, era el mejor para coger peces. Sin embargo, rara vez le había visto yo pescar algo, y cuando lo hacía siempre devolvía el pez al agua. Creo que para él era sólo un hobby con el que relajarse, aunque a mí me parecía un poco rollo, eso de pescar, y me daban pena los pobres peces.
Sin embargo, me vino muy bien quedarme a solas con él, para poder hablar de lo que me había pasado con el extraño libro de piratas. La verdad es que no sabía, en aquel momento, si había tenido un sueño por la excitación que había despertado en mí el abuelo, al decirme aquellas cosas, o si había algo real en todo aquello. Y quería averiguarlo.
−Abuelo…
−Vas a hablarme del libro, ¿verdad?
Ni siquiera me dio tiempo a explicarme. Él ya me veía en la cara lo que me rondaba por la mente. Supongo que no era muy difícil verlo.
−¿Cómo lo sabes? −le contesté yo.
−¿Alguna vez has oído la expresión “más sabe el diablo por viejo que por diablo”?
−No.
−Pues ya la has oído.
La sabiduría popular de mi abuelo era desbordante.
−Pero abuelo… anoche tuve unos sueños muy extraños, después de leer un poco del libro.
−Sueños extraños, ¿eh? −murmuró, sin apartar la vista del agua en ningún momento−. Así que ya has leído el comienzo.
−No, en realidad no. Leí algunas páginas por la mitad.
−¡Pero eso está muy mal! Hay que leer desde el principio −repuso él.
−Lo sé… Es sólo que el guardapáginas estaba ahí, y yo quise ver qué había ahí, y entonces…
−Entonces leíste un poco, y enseguida te sumergiste en sus páginas, ¿verdad?
−Sí.
−Y el libro te atrapó, ¿cierto?
−Sí.
−Y entonces, cuando más adentro te encontrabas… el libro te habló, ¿no es cierto?
−Sí. ¡Sí!
−Huhum… −murmuró.
−Abuelo, ¿cómo es eso posible? −le pregunté de nuevo, perdido como estaba.
−¿Que cómo es posible? En las páginas de un libro todo es posible. Ya deberías saberlo.
−Ya… los coches pueden volar, hay viajes en el tiempo, los dinosaurios conviven con el hombre, y hay colonias en otros planetas, con alienígenas y todo. Pero esto… esto es distinto.
−Bueno, bueno, Sam. No hay que alarmarse. Si crees que el libro va a ser demasiado para ti, quizá sería mejor dejarlo…
−¡No, no! No quiero dejarlo. No me da miedo. Es sólo que… no lo entiendo.
−Pues, ¿sabes qué? Yo tampoco.
−¡Venga ya, abuelo! ¿Cómo no vas a entenderlo tú?
−¿Y por qué iba yo a entenderlo mejor que cualquier otro?
−Porque más sabe el diablo por viejo que por diablo.
−Ah, claro −contestó, sonriendo.
−¿Y bien? −interrogué de nuevo, no sabiendo tampoco muy bien lo que estaba preguntando.
−Pues verás, Sam… a veces hay cosas en los libros que nos llegan tan adentro que nos cambian de verdad, como ya te dije anoche. Y está bien dejarse llevar por esas aventuras que nos proponen los libros, pues la aventura de leer ya es una aventura en sí misma, y… bueno, ya me entiendes.
−Creo que sí.
−Pero hay que saber adónde se viaja… Y escucha esto: es muy, muy importante, conocer el camino de regreso. Porque si no, se corre un grave peligro.
−¿Qué peligro, abuelo?
−El de no distinguir fantasía y realidad. Y cuando eso ocurre… bueno, uno puede perderse. Perderse para siempre.
−¿Fantasía y realidad?
−Sí, Sam. Hay que mantener los pies aferrados al suelo, y saber lo que es real y lo que no. Cuando anoche te expliqué que para leer este libro había que estar preparado, no sé si me entendiste del todo bien.
−Creo que te referías a que es un libro para mayores, aunque parezca que pueden leerlo niños.
−Sí… pero más aún. Si este libro verdaderamente te atrapa… podrías quedar preso del embrujo literario, ¡para siempre! −dijo, de forma algo lúgubre, mirándome fijamente a los ojos.
−¡Oh, vaya!
−Por eso confié en ti para dártelo, porque tú eres un hombre en el que confío… Ya sabes, éstas son cosas que van de abuelo a nieto, y de hombre a hombre.
−Eh… sí, sí −añadí, no muy convencido.
−Por eso el libro, ahora, pasa a tus manos.
−Pero hay algo que todavía no entiendo, abuelo…
−Dime.
−¿Cómo sabías que el libro me habló, que me llamó por mi nombre?
−Fácil… −dijo−: a mí me pasó lo mismo.





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Sam Robinson y Los piratas de ultramar
© D. D. Puche & Grimald Libros, 2018

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