Unas reflexiones (noveladas) sobre el oficio de escritor.
Estás en THE HELLSTOWN POST, página literaria dedicada especialmente (pero no sólo, como puedes ver hoy) a la fantasía, el terror y la ci-fi. También es el nombre de la revista digital (ISSN 2659-7551) que publicamos semestralmente. Puedes colaborar en una u otra siguiendo las indicaciones que te dejamos más abajo. Texto e imágenes, © 2019 D. D. Puche (autor) & The Hellstown Post.
Literatura | Novela seriada
El cuaderno de Berlín
Parte 3 | Un estudiante se enfrenta a su opera prima literaria en los meses que pasa en la capital alemana
Viene de El cuaderno de Berlín (2).
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Mi novela ha de ser, a la vez, una historia digna de ser
leída y un manifiesto acerca de la literatura, del ejercicio mismo de la
escritura. En realidad, toda gran novela lo es; constituye una narración no
sólo de determinados sucesos, sino ante todo de ideas. Los personajes,
en efecto, encarnan conceptos, y las tramas revelan los resultados de la combinación de los mismos.
Quiero que mi novela sea una muestra de alta cultura; y en cuanto tal, la forma y
el contenido habrán de estar a la altura. Es difícil –aunque no imposible, y
hay sobrados ejemplos de ello– dar una gran forma a un contenido pequeño; y es
muy fácil, por el contrario, arruinar un gran contenido con una forma mediocre.
En las grandes producciones literarias (Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes,
Dostoievski, son sin duda los más grandes de entre los grandes) el contenido y
la forma están el uno a la altura del otro; y además, la propia forma termina
siendo contenido. En ese círculo se juega la grandeza de la obra. Toda gran
literatura es reflexión sobre sí misma.
Vivimos
en una época anodina y vulgar, en la que las manifestaciones de auténtica
cultura escasean cada vez más; a menudo lo que se hace pasar por tal no es más
que una réplica artificial. Hoy la cultura es considerada algo que debe agradar
a todo el mundo, que debe ser vendible, asimilable. Un producto de consumo, una
mercancía más. Y la produce gente, por ello, con la mentalidad y las
aspiraciones de aquellos a quienes va dirigida. Cuando la alta, la auténtica
cultura se pierde, cuando nadie la defiende, y los que dicen defenderla son los
primeros que la rebajan y la venden, la sociedad deviene definitivamente
vulgar, porque esa alta cultura es el espejo en el que la sociedad se ve
reflejada tal cual es, con independencia de que poca gente se mire en él. Hoy el espejo no
refleja la naturaleza real de las cosas: pues está hecho a la medida de cada
cual, para que siempre salga favorecido. Que me llamen elitista; en asuntos de esta
índole, lo soy.
¿Quién
defiende hoy la verdadera cultura? Nuestros filósofos, artistas y escritores,
por lo general, no valen casi nada. Unos consideran la cultura un patrimonio tan
digno como muerto y reseco, que hay que etiquetar y exponer en museos, para que
la gente sepa lo que una vez fue. Otros consideran que hay que cagarse y mearse
sobre todo lo elevado, porque nos oprime e impone modelos irreales,
inalcanzables; se debería, por el contrario, nivelarlo todo a la altura de los
mediocres. O sea, de ellos mismos. Enterradores pedantes y resentidos incapaces: es prácticamente todo lo que
hay. Desde luego, por lo que toca a la literatura, hay que salvarla de las
garras de los escritores actuales y su pueril “placer de contar historias” –frase
muy utilizada hoy–; ¡como si la tarea de escribir tuviera algo que ver con el
disfrute del autor! ¡Como si no hubiera que sufrir para producir algo decente!
¡Como si las grandes obras no surgieran del dolor, de un dolor que no ha sido
escogido! Desde luego, la de escritor no es una profesión que uno pueda elegir
así, sin más, como quien se hace contable o cartero. El pensamiento –y la
literatura es una forma de pensamiento– te llama, te escoge él a ti. Y no es un
viaje agradable el que se emprende.
La literatura es pensamiento, sí. No una
simple forma de ocio. Ni para el que lee ni para el que escribe. Una novela de
verdad no es algo que uno lee cuando se aburre; con la auténtica literatura se
aprende. Se conoce mejor al ser humano. Toda auténtica novela, por pequeña y
modesta que sea, por poco ambiciosa que parezca su trama, retrata todo un
mundo, arrastra hacia sus personajes todos los sueños, los temores, los cánones
estéticos y morales, las frustraciones, etc., de una época. Todo ello y mucho
más. La auténtica psicología y sociología están en la literatura; se aprende
mucho más leyendo una buena biblioteca de clásicos –cien, o tal vez doscientos
libros– que haciendo muchas de las carreras actuales. Ésa es la esencia de la literatura.
Porque la literatura es sabiduría; pero claro, esto es hoy ya historia,
porque ha devenido producto para el ocio, para el entretenimiento. El editor le
dice al autor qué escribir, y cómo hacerlo. Y el autor obedece sin rechistar,
en vez de cargarse al editor, que es un criminal de la cultura. Ya se cuidará
mucho el corporativismo de escritores y críticos literarios de que alguien alce
la voz y diga: «¡todo esto que hacemos no es más que basura!». Aunque, por otro
lado, una cierta dosis de sinceridad, de reconocimiento de la situación, se
observa en esa distinción que editoriales y librerías hacen entre “literatura”
y “narrativa” –que, con pocas excepciones, suelen coincidir, respectivamente,
con lo escrito hasta la primera mitad del siglo pasado, y todo lo que ha venido
después, lo cual dice mucho.
La
literatura es pensamiento, insisto en ello, porque no es una simple narración
de acontecimientos, sino que busca decir la verdad. Es la heredera del
mito, que explicaba el mundo a los hombres de antaño –aunque hoy en día quedan
todavía muchos mitos, por supuesto–; es su heredera en una época en que los
hombres han perdido su mundo, en que no hay un orden invariable de las cosas,
en que ningún relato de alcance universal puede convencer a todos por igual y
arrastrarlos a un proyecto común. Cuando ya no puede haber grandes mitos, surge la
literatura; por eso la literatura, tal y como hoy la entendemos, es hija de la
modernidad. Sólo con ésta aparece la novela. En un sentido
lato se puede decir que Homero o Hesíodo, Horacio o Cicerón, Dante o el autor
del Cantar de mío Cid, fueron literatos. Pero, estrictamente hablando,
no lo fueron. Ellos retrataron el mundo
que los rodeaba, incuestionable, sólido como una roca. Un mundo compartido por
todos: sus contemporáneos podían verse reflejados en esos escritos o
narraciones orales y comprender perfectamente su sentido, que les era inmediato.
El poeta era quien sabía decir las cosas; pero las cosas, en cierto modo,
estaban ya presentes. Por eso la originalidad no era un valor esencial de la
“literatura” de aquel mundo: porque lo dicho, en cierto modo, pertenecía a
todos, era un patrimonio común. Eso cambia con la modernidad, con el
cuestionamiento de la tradición y de la autoridad; con la secularización; con
el giro solipsista hacia la individualidad, hacia la conciencia. El arte, en
general, ya no retrata un mundo dado sin más; ese mundo se quiebra, se esfuma,
y el arte empieza a tomar conciencia de sí mismo en cuanto tal, como algo creativo y no sólo reproductivo.
Buena prueba de ello es el Quijote, considerado por muchos la primera novela:
las aventuras de un loco, esto es, un hombre sin mundo (o lo que es igual, en
su propio mundo, un mundo que no es compartido), el cual no se da cuenta de que los
antiguos cánones y valores ya no rigen; y todo ello acompañado de las
reflexiones de Cervantes acerca de la escritura –ese metarrelato, tan cargado
de ironía en sí mismo, que se superpone al propio relato sobre el hidalgo–, y cómo
no, del prurito de originalidad que lo lleva a escribir la segunda parte contra
Avellaneda. Las obras, así pues, dejan de ser partes inseparables de un mundo y
se convierten en instancias independientes; la belleza por la belleza y la
originalidad, el sello personal del autor, comienzan a ser consideradas lo
fundamental. Este proceso, paulatinamente, claro está, terminará convirtiendo
el arte en pieza de museo o en objeto de mera contemplación estética, cosas que
nunca hubiera sido en otro tiempo, cuando su función era sostener una determinada visión del mundo, y no meramente embellecerlo.
Y, sin
embargo, ni siquiera hoy se reduce a eso; el auténtico arte aspira a
ser más que objeto de coleccionista o de conversación en la cena de culturetas insufribles. Una cosa es lo que se haya hecho del arte, y otra lo que el arte deba
ser. Y, aunque ya no haya un mundo dado, que limitarse a retratar, lo que el arte –y
especialmente la literatura, cuya materia es la palabra, con lo que se
aproxima al lógos bíblico– debe hacer es reconstruir un mundo para los
hombres, volverlo a contar de nuevas formas, a partir del estado de crisis en
que ya siempre está, pues ésta se ha convertido en su estado normal. La literatura
es el mito particular, surgido de la experiencia del escritor; es su
explicación de la realidad, que aspira a convencer a otros e involucraros en su
visión del mundo. Y aunque cada escritor construya, así, su propio mito, lo
cierto es que esos mitos siempre serán comunicables; siempre habrá puentes y
pasadizos que lleven de unos a otros. La experiencia colectiva resulta así
ampliable, y puede formar una red cada vez mayor: la antaño llamada “república
de las letras”, ese patrimonio universal del hombre, que hoy exige nuevas formas.
Escribir es, como el filosofar, una forma de organizar la experiencia en su
totalidad. Toma como objeto no sólo un determinado campo de fenómenos, como las
ciencias empíricas o la historia, sino todo aquello que atañe al ser humano. De
hecho, tanto la filosofía como la literatura buscan una respuesta a la pregunta
“¿qué es el hombre?”. Sólo que la filosofía recurre a conceptos, y la literatura
a imágenes, a ejemplos concretos. La literatura y la filosofía pueden
hermanarse, sí, siempre que sea la literatura la que se acerque a la filosofía,
y no al revés –según una tendencia muy acusada en nuestro tiempo–. Pues aquélla
tiene mucho que ganar; de hecho, toda gran literatura ha estado siempre
empapada de la filosofía de su tiempo. Pero la filosofía, haciendo el camino
inverso, convirtiéndose en literatura, sólo tiene qué perder. La buena
literatura narratiza conceptos, ideas. No es, ni puede ser, el mero “placer de
contar historias”. Es un deber a realizar por quien tiene la capacidad para
ello.
Pero por
esto mismo hay que tener en cuenta la gran diferencia entre la literatura y la
filosofía. No hacerlo lleva, con tanta frecuencia, a una confusión perjudicial. Esa diferencia
radica en cómo tratan cada una lo particular y lo general, los datos concretos
y los hechos universales. Es decir, que la diferencia está en cómo llega cada
una a la verdad. Y ello a pesar de que, como ya he dicho, la literatura puede –y
tal vez debe– aproximarse a la filosofía, tomando de ella conceptos y
dándoles cuerpo en forma de personajes y situaciones. El caso es que la literatura miente,
fabula, imagina, deforma, adorna, etc., siempre en torno a lo concreto. Lo concreto es elaborado por la literatura como ficción; pues, de lo contrario, como
cuando pretende ser crónica fiel de acontecimientos reales, la literatura corre
el riesgo de dejar de serlo, tornándose superflua o, peor aún, aburrida. Y, sin
embargo, a través de semejantes ficciones, dice grandes verdades –las
encuentra, las rescata, nos las devuelve desde su olvido– acerca de lo
universal. Partiendo de su mentira acerca de lo particular, en efecto, y sólo
gracias a ella, puede la literatura hablarnos de lo universal; por eso sus
personajes y sus historias son esquemas de lo universal en el hombre, de la
condición humana. En ello difiere esencialmente de la filosofía, que necesita
conocer lo concreto y mostrarlo tal cual es; que, de hecho, se aleja hacia lo
universal y abstracto para poder comprender desde allí lo particular. La
literatura no; la literatura crea imágenes particulares para poder saltar desde
ellas a lo universal, a lo intemporal. Necesita crear el decorado en que lo
pueda mostrar, en que el ser humano pueda reconocerlo. Son los incapaces de dar una
forma reconocible a lo universal –que está entre nosotros, pero no se muestra
sin más– los que se contentan con relatar sus pequeños relatos insignificantes.
Así pues,
sólo gracias a la ficción, a su fuerza figuradora, creadora de imágenes, puede
la literatura mostrar la verdad. Necesita dar un rodeo por lo irreal. Por eso
es una forma de mito; cada obra es un pequeño mito acerca de aquello por lo que
el ser humano no puede dejar de preguntarse. De modo que hay mitos (libros) para
todas las edades y condiciones. Y hay algunos que valen para todas ellas a la
vez; éstos son los mejores, pero son muy pocos. La literatura pretende –cada
obra a su manera– decir la verdad acerca de algo para lo que no hay una
solución última, es decir, una ecuación o fórmula que solvente el problema. Por
eso no se deja de escribir acerca de las mismas cuestiones, una y otra vez.
Especialmente sobre las dos que las resumen todas: el amor y la muerte.
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© D. D. Puche y Grimald Libros, 2019