LA NOTICIA

 

¿Qué influencias y presiones son las que llevan a la versión final de una noticia?
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Relatos cortos

LA NOTICIA

Por D. D. Puche



Desenroscó la parte superior de la cafetera italiana. El filtro aún tenía posos del uso anterior. Los echó a la basura, bajo el fregadero, con un golpe seco. Después llenó el depósito de agua hasta la mitad. Rebuscó en el armario, a la altura de su cabeza, entre varios frascos y paquetes, y sacó la lata del café. Una, dos cucharaditas: lo justo para mantenerse despierta al menos una hora más. Volvió a enroscar la parte superior y puso la cafetera sobre el fuego. Enseguida estaría listo.

Tres minutos después, el café recién hecho borboteaba en la cámara metálica. Esperaba que el ruido no despertara al crío, dormido en el sofá. Se había echado apenas a las nueve y Marta lo había tapado con su manta favorita, la de Spiderman.

El aroma del café invadió el apartamento: una habitación, un baño, la pequeña cocina y la salita con el sofá y la mesa, que era donde trabajaba la periodista y donde solía acostarse. Pero su hijo le había robado el sofá esa noche; tendría que dormir en la cama de él. Cuando se pudiera acostar, claro. Tenía trabajo por delante.

Vertió el denso café en su taza esmaltada en rojo, con el logo del periódico. Se echó una buena cucharada de azúcar y una nube de leche, directamente del cartón, y lo removió con la cucharilla procurando no hacer ruido. Se sentó a la mesa, dando la espalda al sofá, colocó la taza sobre un posavasos algo sucio, del café de tantas noches, y abrió la pantalla del portátil. Primero miró el correo, como solía hacer. Le dio dos largos tragos al café, mientras veía spam, mensajes de su jefa, avisos que no le interesaban, publicidad de la aseguradora del coche, más spam, un recordatorio de la tutora del niño. Envió casi todo a la carpeta de eliminados y cerró el correo, mientras daba otro sorbo al café. No podía escribir sin una taza pegada a la mano. Vicios de periodista. Sería el octavo café que tomaba ese día. Ya le había dicho su médico, en la última revisión, que tenía la tensión alta. Como todos.

Abrió el procesador de texto, ordenó los papeles que tenía sobre la mesa, y se dispuso a redactar. Le echó otro trago al café. Siempre le costaba comenzar, cuando tenía delante la página en blanco. Ya había llenado muchas, en sus catorce años como profesional, además de uno como becaria. A su espalda, el niño de siete años hizo algo de ruido en el sofá, pero se dio la vuelta y se durmió de nuevo. Sí, iba a necesitar otro café más pronto que tarde. No sabía bien por dónde empezar, pero siempre era así. A veces le ayudaba poner primero el titular de la noticia, aunque por lo general era lo último que hacía, una vez redactada esta. Así se lo habían enseñado en la facultad de Ciencias de la Información. Muchas cosas le habían enseñado, que al salir de aquella institución vio enseguida que debía olvidar para poder trabajar. Qué más daba el titular; al final sería decisión de su jefa, y ella siempre los cambiaba por otros más… espectaculares. Pero no le vendría mal uno provisional, al menos. Es lo que solía hacer cuando pasaban más de cinco minutos y no había escrito aún ni una palabra. Se acabó la taza; fue a echarse otra. Antes de levantarse pulsó las teclas, dejando algo preparado para cuando se volviera a sentar. Algo con lo que comenzar: «Alfonso Ocaña, sospechoso de corrupción».

A la mañana siguiente, Borja, su compañero de mesa en la redacción, que volvía en ese momento del despacho de la jefa, le decía:

‒En cinco minutos en la sala de juntas.

‒¿Qué tal ha ido? ‒le preguntó.

‒Ahora mismo se estaba leyendo tu columna. Y no parecía muy contenta.

‒Joder… Me llevó media noche. Casi no he dormido. Y tengo al niño con fiebre; lo he tenido que llevar temprano a casa de mi madre. Apenas me tengo en pie. Y Sonia no está contenta.

‒Esa hija de puta nunca está contenta. Ya la conoces.

‒¿Pero qué coño quiere que escriba?

‒Ojalá lo supiera. Por lo menos tu texto lo está leyendo con mala cara, pero ya está. El mío lo ha roto en dos.

‒¿Te lo ha roto? No me lo creo.

‒Te lo juro, el papel aún estaba caliente de la impresora; lo ha roto en dos y lo ha tirado al suelo.

‒No me extraña… Escribes como el culo.

‒No te rías de mí.

‒Me río por no llorar. Ojalá tuviera tiempo y fuerzas para llorar. ¿Era bueno?

‒¿Qué quieres que te diga? Antes de hacer el segundo ciclo de periodismo me licencié en historia y en filología hispánica. ¡Literalmente no puedo escribir peor!

‒¡Ja, ja, ja! Eres un artista.

‒Ah, recuerda antes de entrar ahí…

‒¿Qué?

‒… no la mires directamente a los ojos ‒dijo Borja, poniendo los ojos bizcos, a la vez que se apoyaba en su mesa.

 

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Marta sonrió. Casi al instante se abrió la puerta del despacho de la directora, Sonia Rato, quien dio cuatro voces a sus subordinados:

‒¿A qué esperáis? ¿Tengo yo que hacer todo el trabajo? ¡Os quiero listos ya! ¡Que tenga yo que deciros que mováis el culo, cuando la última en llegar tendría que ser yo…!

Tanto Marta como Borja cogieron sus papeles y sus móviles y se encaminaron rápidamente a la sala de juntas, a la vez que Alicia, la redactora que se encargaba de la información local, y Rebeca, la de economía. Esas reuniones siempre eran tensas. Y parecía que Sonia estaba de mal humor esa mañana; es decir, más de lo habitual. Era demasiado temprano para aguantar gritos. Marta pensó que le vendría muy bien en ese momento otra taza de café. Tomaron asiento alrededor de la mesa ovalada, donde ya estaban José, el encargado de la sección nacional, y Marcos, el de cultura.

‒Parece que la has liado bien, Marta… ‒le dijo José, en un tono condescendiente que no le sentó nada bien.

‒¿Qué quieres decir?

‒Todo esto es por tu columna, ¿qué te crees? Ha sido leerla Sonia y… mírala.

‒Bah, no le hagas caso… ‒se metió de por medio Alicia, defendiendo a Marta‒. Sonia tiene que montar de vez en cuando el número. Así es como se pone cachonda. Seguro que no tiene nada que ver con tu columna. No te preocupes.

‒Te dije que no fueras tan blanda, Marta ‒siguió José como si no hubiera oído nada de lo que había dicho Alicia y, de hecho, como si no estuviera presente‒. Tienes que ser más mordaz, más incisiva…

‒¿Como tú, José? ¿Tan mordaz como tú? ¿O debería decir tan lameculos?

‒Tú sigue así, con tus aires de santidad. No es mi trabajo el que pende de un hilo.

‒Lo único que pende de un hilo es tu polla floja ‒intervino Borja‒. Pasa de él, Marta. Está así de subidito desde que Sonia le pregunta por los chismorreos de la redacción.

‒Y por cierto, ¿dónde se mete? ‒preguntó Marcos‒. Con la prisa que tenía…

‒Está ahí fuera, gritando a su nueva secretaria ‒señaló Rebeca.

‒Por mí que se quede ahí fuera… Tengo un dolor de cabeza… ‒añadió Alicia, poniéndose las yemas de los dedos sobre las sienes.

‒Pobre Asun… si es una cría. Sólo tiene veinte años ‒dijo Rebeca.

‒Tiene veintiuno ‒corrigió Marcos‒. En mi época con esa edad ya éramos hombres y mujeres, no críos. Los jóvenes de hoy en día no saben hacer nada.

‒¿Recuerdas cuando hace una hora me llamaste porque tu impresora no funcionaba, y repito textualmente: «este puto cacharro de mierda no quiere obedecer», y solo tuve que darle al botón de encendido? ‒le contestó Borja en tono jocoso.

‒Cuando tengas mi edad, y menos pelo en la cabeza que en los huevos, hablamos, chaval. Tengo más de periodista que todos los tituladillos del tres al cuarto de ahora.

‒Di que sí, abuelo ‒le contestó Borja. Se llevaban muy bien, Marcos siempre haciendo el papel de cascarrabias, pese a que todos sabían que era un pedazo de pan, y Borja picándole.

‒¡Solo tengo cincuenta y cinco años!

‒A esa edad suelen despedir a la gente, a no ser que asegure su puesto de trabajo ‒volvió a intervenir José.

‒Pues a ti te quedan solo unos diez años para llegar a los cincuenta y cinco ‒le contestó Rebeca, de malas pulgas.

‒Menos de diez ‒añadió Alicia.

‒Sí, pero no me preocupa.

‒¿Porque tú has “asegurado” tu puesto de trabajo? ‒le pregunto Marta.

‒Habladme en el tono que queráis ‒replicó José‒. Dentro de no mucho seré yo quien esté en el despacho que ahora ocupa Sonia, y entonces veremos cómo os dirigís a mí.

‒Sigue soñando ‒le espetó Alicia‒. Esa tía viene para quedarse.

‒Al contrario ‒negó José‒. Vino para arreglar el desaguisado que dejó Luis en el periódico. Por eso los dueños la trajeron directamente de Barcelona. En un par de años, como mucho, en cuanto se haya reorganizado la redacción, y los ingresos suban de nuevo, esa se larga. Tiene mejores cosas que hacer que ocuparse de un periódico regional.

‒Entonces, antes de que se vaya y tú la sustituyas, aún tengo tiempo de decirte que eres un pelota y un chupapollas ‒le dijo Borja.

‒Reíros. Sí, reíros.

‒Ya lo hacemos. Con ese aire de superioridad que tienes…

‒Cuando esté arriba, veremos cómo cambian las cosas. Y hablando de reorganizar la redacción: sé de buena tinta que quieren echar a alguien. Y os aseguro una cosa: no seré yo.

Marcos tragó saliva.

‒Lo que me devuelve a lo que estaba diciendo… ‒prosiguió José, inclinándose hacia Marta‒. O hacemos las cosas como hay que hacerlas, o puede que a uno de nosotros lo pongan de patitas en la calle pronto. Y Sonia está furiosa a causa de tu columna, Marta.

‒Vete a la mierda, José. Y no te acerques tanto a mí: te apesta el aliento a tabaco.

José se rio.

‒A mí me da igual: como he dicho, no estoy preocupado. No es mi puesto el que peligra.

‒La mierda siempre flota ‒replicó Borja‒. ¿Y dónde diablos se mete esa bruja? Tengo cosas que hacer...

‒Callad, ahí viene −dijo Alicia.

Sonia, la directora, hizo su entrada en la sala, dejando fuera a su secretaria, Asun, a la que se veía con los ojos llorosos a través de la cristalera. Tras dar un portazo, tomó asiento y se llevó una mano al pañuelo de Hermès que llevaba al cuello. El gesto tenía algo de napoleónico.

‒¿Y bien?

Todos guardaron silencio, mirándose entre sí, esperando a que alguien tomara la palabra. Y ese alguien era la propia Sonia: nadie se atrevería a hablar antes que ella.

‒No sé en qué estáis pensando, pero yo tengo que sacar este periódico adelante. ¿Se os ha olvidado que somos el segundo diario de la región?

‒En realidad… ‒la interrumpió tímidamente Rebeca‒ hace diez meses que somos el tercero.

‒Sí, somos el tercero, joder. Es por eso por lo que estoy aquí, para que recuperemos el puesto que nos corresponde. ¿Creéis que los dueños van a consentir que esto siga así? Por cierto, Rebeca, he revisado las páginas de economía y se van a publicar tal y como están…

Rebeca suspiró aliviada.

‒… pero con algunos cambios. Parece mentira que tenga que decirlo yo, pero a los números se les puede hacer hablar. Por ejemplo, cuando dices que el partido en el gobierno regional ha reducido su deuda con los bancos un tres por ciento lo dices como si eso fuera bueno. ¡Y una mierda! La oposición lo ha hecho un diecisiete por ciento, ¿y sabes por qué? No contestes. Porque el partido en el gobierno llegó a estar ahí gastando mucho más que sus rivales. ¿Cómo si no iban a llegar esos desgraciados a ganar las elecciones? Reescríbelo, y reescríbelo ya. Y menciona lo de la auditoría. ¿Entendido?

‒Sí, jefa.

‒Marcos. Tus páginas son buenas. Buenas de verdad. Buenas y aburridas. Aparte de hablar de obras de teatro y esas mierdas que no le interesan a nadie, ¿no tienes algo más que ofrecer a los lectores? En serio, desde que llegué a este periódico no leo más que la misma basura irrelevante todas las semanas: ballet, exposiciones en la casa de la cultura, café literario, teatro universitario, música en la calle, bla, bla, bla… Aburre a las ovejas.

 

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‒¿Sobre qué quiere que escriba, jefa? La sección es lo que es…

‒La sección es lo que hagamos de ella. Tengo ya dos informes trimestrales del feedback de los lectores, que dicen que es la sección menos leída del periódico. Joder, la gente, para mirar la taquilla del cine y ver a qué hora empieza la peli, se va directamente a su web. Le importa un carajo la danza y todo eso.

Marcos tragó saliva (otra vez).

‒Quizá podríamos… hacerla más interesante ‒añadió el veterano periodista, parapetado tras su grueso bigote.

‒Podríamos, no: debemos. Habla de las relaciones sentimentales de los actores, si alguna pareja rompe… Joder, los cotilleos que interesan a la gente.

‒Pero eso… es amarillismo ‒repuso Marcos‒. No es nuestra línea.

‒Nuestra línea es la que haga lectores, y los lectores son ingresos. Y si hay ingresos, bueno… mejor para todos ‒dijo, echando una ojeada a todos los presentes‒. ¿No hay ahora un escándalo por el machismo y el acoso en Hollywood? Pues habla de eso, habla del machismo en el cine español, de cómo esas putas adolescentes que creen que son actrices se prostituyen para conseguir un papel, habla de la droga en el set, algo de eso. Y si no, te lo inventas, me da igual. Pero más vale que en el próximo informe trimestral las lecturas de tu sección hayan subido, porque si no…

Marcos se quedó mirando la mesa fijamente.

‒A ver… ‒prosiguió Sonia‒. Nacional. José.

‒Sí, jefa ‒replicó diligente, como un perro esperando la orden de su amo.

‒Sí… buen trabajo. Me ha gustado el tratamiento que has hecho de lo del exministro de economía. Joder, si es que caen uno tras otro. Por supuesto, no se te ocurra mencionar que solía comer con los dueños del periódico. Eso es algo que nuestros lectores no necesitan saber.

‒Por supuesto, Sonia, por supuesto.

‒¿Cuándo lo tendrás acabado?

‒En una hora como mucho. Lo tengo abierto en el ordenador ahora mismo.

‒Bien. Date prisa. Y si puedes… incide un poco más en lo de las cuentas en Suiza. Que quede suficientemente ambiguo lo de si estaban declaradas o no.

‒Ningún problema.

‒O mejor aún: di que no lo estaban. Si algún día se demuestra lo contrario, ya se rectificará. ¿Y dónde coño está mi café de los cojones? Le dije a esa niña estúpida hace diez minutos que me trajera uno, y todavía estoy esperando. ¡Asun! ¡Asuuun! Si no fuera la sobrina de mi marido…

La secretaria, Asunción, entró por la puerta muy azorada, con una pila de papeles en una mano y el café en la otra. Al girar el tirador, se le derramaron unas gotas sobre la moqueta. Todos la miraron en silencio, mientras ella se desenvolvía como podía. Rodeó a los presentes y colocó la taza en la mesa, frente a Sonia. Al instante, un cerco de café con leche manchó la superficie.

‒Joder, ya era hora… Y ahora ve a hacer las llamadas que te he dicho. ¡No, espera! Quédate un momento.

Todos se quedaron expectantes, sin saber qué querría Sonia de ella.

‒Borja… Borja, Borjita, Borja. ¿Quieres explicarme qué carajo es esto? ‒dijo, mostrándole los dos folios, partidos por la mitad, que sostenía en su mano, como si fueran la prueba de un delito‒. ¿Quieres, aunque solo sea eso, tratar de hacerme comprender, en nombre de la Virgen Santísima, que nunca tuvo por empleados a unos ganapanes como vosotros, quieres intentar que entienda, porque no puedo entenderlo, qué putísima mierda es esto que me has entregado? Porque te juro que yo no puedo. En veinticinco años de profesión no me he encontrado nunca algo así, y te aseguro que he visto de todo.

‒Son las crónicas deportivas, jefa. De los equipos regionales.

‒¿A ti te parece, me cago en Dios, que esto, esto, son unas putas crónicas deportivas?

‒No sé a qué se refiere, jefa.

‒¡Asun! Coge cualquiera de estos malditos papeles y ponte a leer. Sabes leer, ¿no?

‒Eh… sí, Sonia ‒contestó dubitativa.

Le entregó a la joven secretaria los cuatro trozos de folio impresos y ella los tomó entre sus temblorosas manos. Al punto se puso a leer uno de ellos para sí.

‒¡En voz alta, Asun! ¡Por todos los santos! ¡Para todos!

Con voz más temblorosa aún, tratando de que el papel no se le cayera de las manos de puro nervio, Asunción comenzó a leer en voz alta:

‒La furiosa tormenta batía cual Día del Juicio sobre el estadio local. La afición, fervorosa bajo sus paraguas, clamaba al unísono en favor de su tropa, el equipo local. Cánticos de guerra cuyo eco resultaba estremecedor. El momento, épico, se recordará largo tiempo. En el campo de batalla, el orgullo por mantener el liderazgo en la campaña inflamaba los corazones del regimiento de la ciudad, mientras los visitantes luchaban a brazo partido por la memorable victoria. El árbitro dio inicio a la contienda entre un mar de aguas turbulentas: la hierba, embarrada, se tragaba las piernas de los heroicos veintidós, mientras el balón se demoraba una y otra vez sobre charcos de agua y fango. Pero la gloria no puede ser para todos, y la cruzada se saldó…

‒¡Bien, ya basta, puedes callarte! Y ahora dime: ¿has entendido algo?

La joven secretaria dudó unos instantes, pensando si no sería una pregunta trampa.

‒Estaban… ¿jugando al fútbol?

‒Eso es exactamente a lo que me refería, Borja. No hay quien entienda esta puñetera basura que escribes. ¿Te crees que eres Oscar Wilde? Joder, lo único que necesito es que resumas los partidos en un puto párrafo, nada más. No estamos en clase de literatura, no estamos en la universidad, no queremos ganar un Pulitzer. Aquí lo que hacemos es vender periódicos, y por si no te has enterado aún, esta mierda pseudoliteraria que escribes no vende. ¿Y sabes por qué?

‒Pues… yo…

‒¡Porque nadie entiende una mierda de lo que escribes! Si quieres escribir poesía, este no es el lugar. Te lo he dicho veinte veces, y te lo repito por última vez, y ellos son testigos de que es la puñetera última vez que te lo repito: que escribas unas crónicas normales. Eso, o te vas a la puta calle, ¿me has entendido? Cristo bendito… si hasta un puto mono delante de un ordenador escribiría mejor que tú… ¿Has captado el mensaje?

 

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‒Creo que he captado el mensaje ‒contestó Borja con frialdad.

‒Bien, eso espero. Asun, ya puedes irte.

La secretaria dejó los papeles rotos sobre la mesa y salió.

‒¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Alicia.

Los músculos y los nervios de Alicia se tensaron como los de un gato asustado.

‒Vamos a ver, Alicia. Todo lo que me traes, y cuando digo todo, quiero decir literalmente todo, es un coñazo. Parques por arreglar, la asociación de vecinos de no sé dónde que se queja de esto y de lo otro, el carril bici, el festejo de tal o cual barrio, la residencia de ancianos… Bueno, mira, de aquí podría salir alguna noticia. ¿Ha pasado algo en la residencia? ¿Han muerto algunos viejos por negligencia o algo así?

‒Pues… no. Se trataba de unas jornadas de abuelos con sus nietos.

‒Jornadas de abuelos con sus nietos… ¿Quieres decirme que alguien, algún humano, mientras se toma un café o va a trabajar en el autobús, en esos escasos veinte minutos de media, posaría sus ojos en una noticia sobre unas jornadas de abuelos con sus nietos y malgastaría, tras leer el titular, un miserable segundo de su vida en leer lo que pone a continuación? Alicia, quiero que me mires a los ojos y me digas si tú lo harías.

‒A mí me parece una noticia relevante de información local…

‒¡Pues no lo es! ¡Joder, no lo es! A nadie le importa una mierda lo que hagan unos viejos en una residencia, como no sea que están palmando misteriosamente. Eso sí interesa al público. La tragedia. Alguien ve en un titular: «Cuatro ancianos muertos por desnutrición en no sé dónde», y dedica un minuto a leerlo. «Doscientos ancianos juegan a la pelotita con sus nietos», eso no. «El carril bici no se ha terminado por falta de presupuesto», tampoco. «Un ciclista muere atropellado por ausencia de carril bici», ahora sí. ¿Me vas pillando, Alicia? Por favor, dime que sí. Porque creo que esto ya te lo he explicado otras veces…

‒Lo entiendo, pero no sé qué quieres que haga si aquí no hay noticias de ese tipo…

‒¡La Virgen! Parece que tengo que explicároslo todo. Sois como los idiotas de mis hijos, solo que ellos tienen catorce y dieciséis años. Voy a ponerte un ejemplo, y quiero que me respondas, pero que me respondas bien. Se produce un accidente de tráfico, dos coches chocan y como resultado una persona muere. Hay ciertas dudas, en el atestado policial, de si uno de los coches se saltó un stop. Dime, Alicia, ¿cómo lo enfocarías?

‒Pues… ¿«Un fallecido en accidente de tráfico»?

‒¡Mal! Eso es tan anodino que no puede atraer la atención de nadie. Tienes que poner algo así: «fallece una mujer debido a conductor irresponsable», o «conductor ebrio siega la vida de joven madre»; eso, eso gusta a la gente. La gente necesita tener a quién amar y odiar. Nuestros lectores quieren que se los demos, y si no lo hacemos se irán a la competencia. ¿Comprendéis eso? Deberíais comprenderlo, porque vuestro trabajo depende de ello.

Sonia permaneció unos instantes en silencio, como si esperara una respuesta, aunque todos aguardaron sin decir nada.

‒Bien… a ver si acabamos de una vez, que tengo una reunión a las once. Marta.

‒Dígame, jefa.

‒Vamos a ver, Marta. Te dije ayer, antes de salir, que reescribieras la maldita columna. No se trata de la puta investigación del Watergate, Marta. Ni siquiera es trabajo de investigación. Nos llega un rumor, y tenemos que publicarlo antes que nadie. ¿Sabes cuánto dura el margen de sorpresa del público? Muy poco. Y me cago en mis muertos, no pienso consentir que otros publiquen la noticia antes que nosotros.

‒Ya está en Twitter ‒interrumpió José.

‒¿Lo ves? ¿Lo veis todos? Joder, Marta, ¿qué te dije ayer por la tarde?

‒Que reescribiera todo para que la noticia resultara jugosa.

‒No, te dije literalmente, y que me parta un rayo ahora mismo si no fueron estas exactamente mis palabras: «reescribe esa mierda para que sea un bombazo». ¿Dije o no dije exactamente esas palabras, Marta?

‒Poco más o menos, sí.

‒Pues entonces, ¿por qué coño me traes esta basura, que es exactamente igual a lo que escribiste ayer? Joder, lo mismo no, es peor. Mira, sé que vienes de un diario nacional, y que te has creído todo eso de la misión del periodismo. Y que tú misma te crees una profesional seria. Pero no me jodas, Marta. Tenemos aquí el bombazo del año, que podría darnos los números que nos hacen falta para remontar, y tú quieres estropearlo con tu deontología periodística. ¿Quieres que me dé un maldito infarto, Marta?

‒Claro que no ‒mintió.

‒Pues coño, parece que quisieras. Voy a decirte una cosa, ¿quieres que escriba yo la maldita columna? Porque si la escribo yo, y te aseguro que puedo hacerlo mil veces mejor que tú, ¿entonces para qué haces falta? No sé si me captas. Y aunque esto te lo diga a ti, va para todos: ¿queréis que haga yo vuestro maldito trabajo? Porque por cada sección que tenga que rehacer yo, hace falta una persona menos. Vuestras sillas puede ocuparlas cualquiera, no os engañéis. Hay miles de periodistas ahí fuera esperando para ocupar un puesto en esta redacción, y con mejor predisposición a la hora de escribir las noticias, y hasta la esquela de sus putas madres si hiciera falta. Talento y talante para vender. ¿Me entiendes, Marta?

‒Sí.

‒Más vale, porque si no os mando a la puta calle es por el cretino de Luis, que cometió el error de haceros fijos, y a la empresa le costaría mucho despediros a todos. Pero no tanto a uno o dos, si no remontamos ventas. ¿Entendéis o no?

Todos guardaron silencio.

‒Marta, no quiero que levantes el culo de la silla hasta que lo tengas arreglado. No me importa si te tienes que quedar hasta las tres de la mañana: arréglalo, y hazlo antes de que lo publique otro periódico, o atente a las consecuencias. ¿Pero qué os habéis creído que hacemos aquí?

‒¿Periodismo? ‒respondió Borja, aunque se arrepintió inmediatamente.

‒No os confundáis. Que se os exija un título de periodismo no significa que vosotros hagáis periodismo. Sois como los del corazón, que presumen de título, como si eso significara algo para lo que hacen. No, Borja. No estamos aquí para hacer periodismo, ni siquiera representamos el cuarto poder, ni ninguna otra gilipollez idealista que os enseñaran en la facultad. Estamos aquí para hacer dinero. El dinero necesario para mantener esto abierto. El dinero del que salen vuestros sueldos y del que dependen vuestros empleos. Lo único fijo aquí son las sillas. Vais a escribir como yo os diga, o ya podéis buscar otro trabajo. No somos un puto tribunal; si te llega algo, lo publicas. Y punto. Antes que cualquier gilipollas con una cuenta de Twitter. Si encausan al tipo o no, ya es cosa del poder judicial, de la fiscalía, o del coño de la madre abadesa… Aquí nos ocupamos de vender. Sois vendedores, no periodistas.

‒Pero tendremos que contar algo que sea verdad, ¿no? ‒preguntó Marta.

‒La verdad… ¿Te refieres a la Verdad, con mayúsculas? La verdad… ¿Y qué coño es la verdad, Marta? ¿Lo sabes tú, acaso? ¿Eres una maldita filósofa? Todo es perspectiva, coño, todo se cuenta desde la subjetividad. ¿No tenemos acaso una línea editorial, clara y explícita? ¿Es que engañamos a nuestros lectores? ¿O saben exactamente lo que van a encontrar cuando leen nuestro diario?

‒Me refiero a trabajar con rigor. A respetar la profesión.

‒Deja que te diga algo. A ver si os entra en la mollera a todos. Por lo que respecta a nuestros lectores, la verdad es lo que nosotros les contamos. Si decimos que el sol gira alrededor de la Tierra, entonces esa es la jodida verdad, ¿me comprendes? La única verdad que debería importaros es la del estudio general de medios. La única verdad que cuenta es la balanza de ingresos y gastos; y por eso estoy yo aquí, para que esa verdad nos sea favorable. Reescribe el artículo, saca toda la mierda que puedas, vende la noticia. Y verás qué bella es la vida cuando puedas pagar el alquiler el mes que viene. Eso es lo único que tendría que importante, Marta. ¿Lo has entendido de una maldita vez?

‒Sí, Sonia. Perfectamente.

 

Corrupto hasta la médula

El observatorio

Marta Silva

 

La actual marea de corrupción ya arrastró a los diputados regionales Julio Salgado y Vicente Romero, acusados de blanqueo de dinero y de mantener cuentas opacas en paraísos fiscales. Fueron expulsados por ello de su partido ‒aunque aún no ha podido demostrarse nada‒, y le toca ahora el turno a otro político autonómico. Se trata de Alfonso Ocaña, quien ocupa actualmente el cargo de viceconsejero de industria y obra pública, y sobre cuya honestidad recaen serias dudas. Se le acusa de favorecer a amigos empresarios en la licitación de obras de mantenimiento en la capital autonómica, las cuales habrían sido innecesarias y realizadas con un sangrante sobrecoste. A la espera de una investigación por parte del Ministerio Público, es necesario denunciar una traición a la confianza de la ciudadanía tan grave como esta. Hay precedentes tratándose de Ocaña, quien se divorciara meses atrás por supuestos líos de faldas en fiestas a las que, según se dice, asistían prostitutas pagadas con dinero del contribuyente; y ello además del conocido affaire con una joven compañera de partido. Incapaz de mantener la honestidad en su vida privada, ¿cómo va a confiar la ciudadanía en que un político como Ocaña pueda administrar las cuentas públicas? Solo cabe exigir a su partido que lo cese de su cargo y lo obligue a renunciar a su escaño en la cámara regional. No se puede perder el tiempo esperando inciertas investigaciones que se demorarán meses. Sabemos además que Ocaña podría haber frecuentado conocidos locales de alterne de la capital, y […].

 

Este relato se publicó originalmente en
...Y si todos dicen que es de noche (VV. AA.),
Mérida: Apeadero Editorial, 2019.

 
 

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