EL ONIRIUM [6] (Relato)

¿Se adentrará demasiado Beatriz en las profundidades del Onirium? Averigua lo que le ocurre a la protagonista de este relato psico-fantástico en su sexta y penúltima entrega.  



El Onirium (cap. 6). Un relato de D. Puche | The Hellstown Post - Narrativa actual



EL ONIRIUM

Un relato de D. Puche

 

 
 
 
 
6

Gerhardt estaba leyendo el diario de sueños de Beatriz en perfecto silencio, aunque hacía de vez en cuando algún sutil gesto, como en señal de que esperaba lo que decía o, por el contrario, le sorprendía. Beatriz estaba tambada en el diván, moviendo en círculos los pulgares mientras miraba los libros de las estanterías del doctor; aquel diván se había convertido en una especie de refugio para ella, y parecía que mientras estuviera sobre él, en aquella extemporánea consulta, nada podía dañarla. Había pasado allí muchas horas en los últimos meses y, todo hay que decirlo, Gerhardt ya no le cobraba; le dijo que ya no era una “paciente”, sino parte de “sus investigaciones”, y que, como tal, no sólo no podía cobrarle por verla, sino que incluso le debía algún tipo de compensación. Era una figura paternal, con ese aspecto de viejecillo amable y un tanto desvalido; y con la ventaja de los sustitutos paternos, que te no echan broncas ni pretenden valerse de los chantajes emocionales a los que los verdaderos padres recurren durante toda la vida, por más independizado de ellos que esté uno. Pero Beatriz era también consciente de que en ese diván se tumbaban otros pacientes, y se preguntaba qué tipo de relación tendría Gerhardt con ellos. Había llegado a pensar que ella era especial. Pero, ¿no les daría a los demás motivos para pensarlo también? Era una estupidez, pero esa idea cruzaba por su mente y era importante para ella.

El viejo terapeuta cerró la libreta y le dijo al fin:
‒Es un material muy interesante, muy revelador. Como ya le comentado en otras ocasiones, estoy recibiendo informaciones similares de otros pacientes, aunque no son tan ricas en detalles como las suyas. Aquí ‒dijo, agitando la libreta en la mano‒ hay una profundidad muy singular.
‒¿Y qué podemos deducir de mis últimas experiencias, doctor?
‒Verá, todos los testimonios, los suyos y los de otros pacientes, apuntan a algo… Algo vago e impreciso, pero en cualquier caso relacionado con algún gran evento que parece estar próximo a producirse. Algo en el Onirium está despertando muchas conciencias que habían permanecido latentes hasta ahora.
‒¿Algo de qué tipo?
‒Me explicaré mejor. No es tanto que vaya a ocurrir algo, como que ha ocurrido ya, pero en el mundo espiritual, por supuesto. Los cambios en éste siempre preceden a los del mundo material. Es una especie de sismógrafo de eventos históricos: sus alteraciones nos avisan de que algo se avecina. Todo lo que ocurra en él, si es realmente significativo, tendrá su reflejo en el mundo de la vigilia; y parece estar ocurriendo algo muy significativo. Tanta gente no puede estar teniendo los mismos sueños y visiones sin más.
‒¿Algo malo? ‒preguntó Beatriz, aunque ya estaba curada de espanto.
‒Bueno, puede ser cualquier cosa: una revolución, un gran pacto internacional, un descubrimiento científico de inmenso alcance… Pero la verdad es que suele ser algo malo, un desastre. Una guerra, por ejemplo. Este tipo de alteración espiritual que viene dándose siempre se ha producido antes de grandes eventos históricos, y por lo general han sido devastadores. Yo me escribo con colegas en otros países de Europa y América, y todos me cuentan algo parecido. Algo está en marcha.
Beatriz lo sentía sin que se lo dijera Gerhardt, sabía que se avecinaba un cambio. Una tormenta espiritual se había desatado, y ella tenía la impresión de ser ese árbol solitario al que alcanza un rayo. La metáfora era, por lo demás, incluso demasiado obvia; aparecía literalmente en sus visiones. Le había contado el sueño de la gran plaza y la lluvia torrencial al doctor, pero evitó hablarle de la mención a él que hizo el desconocido. Eso la hacía sentirse culpable, en cierto modo; pero consideró que era mejor así. Quería tener certezas, esperar a ver si el curso de los acontecimientos la ayudaba a formarse un juicio propio, pues hasta ese momento dependía demasiado de Gerhardt para todo. Quería su autonomía; empezar a volar sola. Así que debía cerciorarse de lo que le insinuaba el desconocido, aunque no tuviera motivos reales ‒más bien al contrario‒ para recelar de su mentor. 





 
‒¿Y no se puede hacer nada? ‒preguntó.
‒Bueno… Aparte de constatar lo que ocurre y estar preparado, no mucho. Las fuerzas puestas en juego trascienden con mucho las capacidades de cualquier individuo. Pero tengo motivos para creer que lo que nos llega hasta ahora son avisos.
«Nos llega», pensó Beatriz. «Será lo que me llega a mí y a otros pacientes. A usted no parece que le llegue nada…».
‒¿Avisos? ‒es lo que preguntó, sin embargo.
‒Sí. No es que le pueda decir mucho más en estos momentos, pero tengo la impresión de que se nos advierte de algo que deberíamos hacer para evitar el actual curso de los acontecimientos. Quizá se pueda hacer algo a pequeña escala, no lo sé…
Se hizo un silencio de varios segundos.
‒En cuanto a ese personaje con el que se encuentra a menudo, cuyo nombre no puede recordar, y que le dice que es un lúcido, no me resulta coherente. Según le cuenta, es una persona de carne y hueso, otro soñador que la ha encontrado en sus viajes; pero no termina de encajarme con el patrón habitual… Creo que podría ser una entidad del Onirium que le dice eso por algún motivo. Ignoro cuál, por supuesto; no sé si quiere conseguir algo de usted, alguna información, servirse de sus capacidades… Podría ser algún tipo de daimon, una entidad menor; quizá un parásito, un ser que se alimenta de la energía espiritual de los sentientes. O tal vez sea un alma, un difunto. No le puedo decir más. Necesitaría recabar más datos para valorarlo. Pero creo que hay motivos para desconfiar.
‒Vaya, pero… ¿y qué debería hacer?
‒De momento, no cambie su actitud hacia él. Siga como hasta ahora, observe. Pero desconfíe, y sobre todo, tenga en cuenta las precauciones que ya le he explicado: no haga nada que le pida ni lo acompañe a ningún sitio. Y téngame al tanto de todo con detalle.
‒De acuerdo.
Beatriz contestó eso, lacónica, pero le extrañaron mucho las palabras de Gerhardt, y si mostró algún recelo fue precisamente hacia ellas. Le sorprendió la referencia al desconocido, y que cargara las tintas contra él de esa forma, sin tener ‒así le parecía a ella‒ mayores motivos. El hombre de negro parecía querer prevenirla contra algo, y de algún modo sabía que debía confiar en él. Empezó a cobrar forma en su cabeza la idea de que Gerhardt o bien se equivocaba o bien quería alejarlo de él por algún motivo. Era consistente con lo que el desconocido le había insinuado… Gerhardt siempre quería más información de la que daba. Beatriz tenía la impresión de que no le contaba cosas. La excusa de que aún no estaba preparada para esto o aquello, mientras no dejaba de leer sus diarios y tener acceso a su intimidad, empezaba a resultarle muy incómoda. Quería avanzar, y con Gerhardt no lo hacía al ritmo que deseaba. Todo eran cautelas.
Entretanto, el doctor seguía hablando: decía que el mundo está cambiando, y no a mejor. Que estamos pasando a otra época. La política. La economía. Nuevas tensiones internacionales. Etc. Pero ella había desconectado y estaba absorta en sus propias reflexiones.

Esa misma noche el sueño prosiguió. Estaba en una inmensa maraña de terrazas y plataformas flotantes conectadas entre sí por una miríada de escaleras que conectaban esos planos en todas las direcciones; subían por aquí y bajaban por allá siguiendo una lógica arquitectónica incomprensible. Las terrazas eran de piedra y estaban cubiertas de jardincillos, en los que había elementos de todas las épocas, como ánforas griegas, columnas y arcos árabes, tallas románicas, templetes renacentistas… De vez en cuando se topaba con escaleras muertas, cortadas por muros cubiertos de hiedra; las propias escaleras, que no tenían barandillas ni pasamanos, estaban cubiertas de musgo. En la lejanía, tras la omnipresente bruma azulada, se divisaban la gran catedral del Madrid de ensueño y los esbeltos rascacielos de aspecto orgánico que la rodeaban, como inmensas masas vivientes. La ciudad parecía, desde esa distancia, algo vivo, como si respirara y temblara acompasadamente; ahora se daba cuenta de ello.



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No estaba sola en esa enorme extensión de terrazas a distintas alturas. Por las plataformas y escaleras circulaban muchos de aquellos personajes grises y anodinos, esa especie de fantasmas del mundo de los sueños, como almas errabundas, que había aprendido a ver como reacciones del Onirium a la presencia de los seres conscientes. Eran sus órganos se percepción e interacción con ellos, aunque por lo general mostraran tal indiferencia. Subían y bajaban tramos, cruzándose con ella sin mirarla a la cara.

De repente, al llegar a lo alto de una escalera y poner el pie sobre una de las más elevadas plataformas, se topó con el hombre de negro, su enigmático soñador de nombre evanescente, sentado sobre un banco de piedra con las piernas elegantemente cruzadas. La miraba con una encantadora sonrisa, sin mover un musculo, con un brazo sobre un muslo y el otro sobre el musgoso respaldo de piedra del banco. Ella se acercó, un poco nerviosa, pero indudablemente alegre de encontrárselo; entonces comprendió, aunque no lo había pensado hasta ese mismo instante, que estaba buscándolo. Pero él de repente adoptó un rictus que chocaba con su expresión anterior y le dijo, sin preámbulos:
‒Estás en peligro, Beatriz.
‒¿Yo? ¿En peligro? ¿Por qué?
‒No tenemos mucho tiempo, tengo mucha prisa. Escúchame: tienes que hacer algo; hay un sitio al que debes ir, hay algo que debes ver. Entonces lo comprenderás todo. No harán falta más explicaciones. Descubrirás que todo lo que has creído hasta ahora es mentira.
‒¿Te refieres a lo que me ha enseñado Gerhardt?
Él asintió y se sacó algo del bolsillo interior de la chaqueta. Extendió su puño cerrado; Beatriz puso debajo la palma de su mano y él dejó caer sobre ella el objeto. Era una pequeña llavecita de plata, muy bonita, de aspecto art déco.
‒¿Qué abre?
El hombre sonrió con cara de circunstancias, como si no pudiera responderle a esa pregunta.
‒Enseguida lo sabrás. Y sobre todo, no le cuentes a Gerhardt que te la he dado.
‒¿Por qué?
‒Él la querrá. Lo que significa esta llave, quiero decir. Es un conocimiento valioso. Por eso no debes mencionarla delante de él.
‒No me gusta obrar así. No me gusta esta incertidumbre, ni tener que ocultar cosas.
‒Pero es por tu bien, Beatriz. ¿Acaso él no te ha preguntado ya si yo te he dado algo?
Beatriz dudó antes de responder.
‒Sí.
‒Claro. Hay un motivo para eso. Es porque lo quiere para él. Lo que no es capaz de soñar él mismo, lo quiere conseguir a través de ti, que sí puedes hacerlo. ¿No te ha contado alguna vez que él tuvo en otra época unas capacidades que ya ha perdido?
Beatriz no contestó, pero todo lo que le sestaba diciendo era verdad. Se preguntó cómo sabía tanto de Gerhardt, y aquello la intrigó más aún.
‒Gerhardt es viejo. Ha perdido el don que tuvo. Hazme caso, Beatriz: te está usando, él no quiere que te liberes. Yo sí.  
Eso fue lo que anotó en su diario al despertarse; no consiguió recordar más, lo cual le produjo gran frustración. Por supuesto, para entonces ya tenía dos diarios distintos: el auténtico, que se reservaba para sí misma, y la versión que le presentaba a Gerhardt, tras expurgarla convenientemente de episodios como aquél. La mención en ese sueño al desconocido no era de la incumbencia de su mentor, del cual cada día se distanciaba un poco más. Como en el caso de Fran, empezaba a verlo más como un obstáculo que como un aliado para seguir adelante y crecer.

Una tarde, estaba esperando para pagar en la cola del hipermercado, mirando a la pareja de ancianos cogidos de la mano que tenía justo delante, mientras recordaba cómo había roto días antes con Fran. Estaba hecha polvo, pero sabía que era tan doloroso como inevitable. Él nunca la entendió, y en estas circunstancias, su relación ya no sólo no era un refugio para ella, sino más bien un lastre. Ahora mismo necesitaba pensar en sí misma, no podía cargar con un hombre que sólo se miraba el ombligo. Ese día, cuando lo miró desaparecer tras la puerta del salón, justo antes de escuchar el sonido de la puerta abrirse y cerrarse, fue la última vez que lo vio, y sabía que sería la última. Lo intuía. Al final, el momento de su ruptura ni siquiera fue una bronca, no necesitó esa escenificación; todo estaba roto hacía ya tiempo y sólo la inercia los mantenía unidos. Y las ienrcias tarde o temprano se acaban, sin mayor aviso. «Ese tío te está volviendo loca», le dijo antes de irse. «No me dejas ayudarte y yo no soporto ver cómo te destruyes». «Vete, entonces», le replicó con desdén ‒quizá excesivo, pensaba ahora‒. Fran no le dijo nada más, tan sólo la miró con algo que no supo si era tristeza o cansancio. Y se marchó con sus últimas maletas, lo único que le quedaba en el piso; ya se había llevado todo lo demás a lo largo de los días anteriores, tras buscarse un apartamento. Y así, ella se quedó sola. Pero ya lo estaba, porque nadie la entendía. Sólo se sentía acompañada en sus sueños.



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Beatriz estaba echándose una convulsa siesta en el sofá, tapada con una manta fina, tras una mañana dando vueltas por casa, comiéndose la cabeza. No había ido al trabajo; llamó y dijo que no podía acudir por problemas personales. Soñaba que estaba en una de las terrazas de esa vasta extensión de arquitectura caótica e intemporal; sin embargo, parecía que el paisaje hubiera cambiado. Había algo sutilmente distinto, aunque no terminaba de captar qué era. El caso es que, a cierta distancia, en una de las terrazas, por encima de su nivel, vio algo que la dejó perpleja. ¡Era ella misma! Su perfecta doble estaba allí, con idéntico peinado y ropa, como si se estuviera viendo unos minutos más tarde en el tiempo, alejándose de su posición actual. No se lo pensó dos veces y echó a andar escaleras arriba, tras ella. Aquello era extrañísimo y desconcertante, hasta para aquel mundo; nunca había visto nada igual ni Gerhardt la había prevenido contra aquella posibilidad. Ardía en deseos de alcanzarla, de alcanzarse, aunque a la vez le producía cierta tensión, quizá hasta miedo. Durante un tiempo que se le hizo larguísimo y agotador, subió y bajó escaleras, atravesando toda clase de terrazas de todas las épocas y estilos, en pos de su doble. Le iba recortando la distancia, pero a un ritmo enloquecedoramente lento. Finalmente, cuando le pareció que la tenía a tiro, hizo un gran esfuerzo y corrió escaleras abajo para alcanzarla en una plataforma de aspecto barroco, con un muro en un lateral que contenía los restos de un retablo destrozado. En ese momento, su doble se giró y le vio la cara de cerca. Era ella, pero a la vez no lo era; había algo diferente en su expresión que hizo que un escalofrío recorriera a Beatriz. Tenía grandes ojeras azuladas, una mueca siniestra y la miró con una sonrisa perturbada. Era como un reflejo de lo peor de sí misma. De su lado más oscuro. Beatriz no entendía anda, y de repente sintió mucho miedo y se arrepintió de haberla seguido.

Allí había un gran espejo vertical, flotando en el centro de la plataforma; nada físico parecía sostenerlo. Tenía un marco dorado, ricamente labrado, francamente hermoso. Una gran obra de orfebrería. Aunque, en rigor, el espejo no era tal: su superficie era mate, del negro más profundo que Beatriz hubiera visto, un negro que turbaba el alma. Su doble lo rodeó y, de repente… desapareció tras él. Ya no estaba. Beatriz se quedó mirando el espejo y comprendió que lo había atraído hasta él. Algo importante significaba para ella. Observándolo de cerca, sin atreverse a tocarlo, se fijó en que tenía una pequeña ranura en una de sus volutas doradas. Parecía una cerradura. Recordó la llave plateada que le había dado el desconocido y la metió en ella. Encajaba. La giró.

Entonces la superficie mate y oscura empezó a refulgir y a volverse lentamente traslúcida, y luego transparente. Como si fuera una pantalla encendiéndose, más que un espejo, terminó mostrando una imagen. No era un reflejo, desde luego. Al otro lado del marco dorado, Beatriz vio, en la lejanía, una ciudad maravillosa, más que el Madrid de ensueño; una ciudad de torres como agujas que se elevan hasta rasgar un cielo de estrellas resplandecientes, en mitad de una inmensa extensión vacía, completamente yerma, barrida por vientos terribles. La vista era fascinante y a la vez aterradora, por algún motivo que Beatriz no terminaba de comprender. Pero cruzó por su mente una sensación de recuerdo vaporoso, como un déjà vu, o más bien una frágil evocación de la infancia. No tenía claro qué era aquello, pero sabía que de algún modo lo conocía, que pertenecía a ese más allá del marco dorado. Quería verlo de cerca, quería estar allí. Sabía que las respuestas que buscaba nunca las encontraría de este lado. Su mano tocó la superficie del espejo y la atravesó. No había nada físico separando ambos lados. Y, como su fuera una puerta, atravesó el espejo.







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