Aquí concluye este relato de Galadhor,
el héroe de fantasía medieval ibérica...
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CRÓNICAS DE GALADHOR
La aventura del pueblo fronterizo de Tierraseca (IV de IV)
El caballero se levantó de la silla, haciendo
que el tabernero diera un respingo, y se dirigió a la puerta, con la espada envainada,
tal y como le habían dicho. En la calle, aglomerado alrededor de la taberna, lo
esperaba todo el pueblo. Quien presidía aquel aquelarre de villanos era el
mismo gordo sudoroso que usó la habitación que luego le dieron a él. A su lado
estaba el canalla con las dos manos mutiladas, y varios de los compinches de
éste, que lo esperaban armados con garrotas, cuchillos e incluso azadas. Tone también
estaba allí, y su madre, y las demás putas de la Casa de Roque, y todos a los
que había visto desde que llegó a ese malhadado pueblo y aún seguían vivos. Galadhor
los observó desde la puerta de la taberna, mientras se chupaba un dedo manchado
por la comida. El regidor continuó:
−Entregad vuestras armas y dejaos
prender sin resistencia, para que podamos llevaros al calabozo. Dada vuestra
condición de caballero, se hará venir a un noble de la ciudad, o a un representante
suyo con autoridad, para que examine vuestros crímenes y decrete vuestra pena.
Si empleáis violencia contra mis hombres, quedad advertido: podéis sufrir daño
o muerte.
Todo el pueblo aguardó en silencio
tras aquellas palabras. Galadhor observó a los presentes, y finalmente habló.
−No voy a entregar mis armas ni a dejarme
prender. Si se ha derramado sangre en vuestro pueblo ha sido contra mi voluntad
y en acto de legítima defensa, al atentar esos hombres contra mí.
−¡Es cierto! ¡Yo soy testigo! −gritó
Tone, aunque el cabecilla de la cuadrilla de matones lo hizo callar de un
guantazo en la cara con su mano sin dedos.
−En cuanto a hacer venir a un noble
de la ciudad para que imparta justicia −prosiguió Galadhor−, oídme bien:
¡llamadlo! Pues bien querrán saber en Toletum, y en todo este reino, los
salvajes actos de villanía que ocurren aquí.
Un rumor se alzó entre las gentes del
lugar, pues no todos sabían a lo que se refería el caballero extranjero. Él
bajó los tres escalones de madera y, al pie de la muchedumbre, se puso frente
al regidor y sus hombres.
−Habéis de saber, buenas gentes de
Tierraseca, que si bien ha sido tan sólo el azar el que me ha traído a vuestro
pueblo, no es mi camino, sin embargo, del todo errante. Cabalgaba, desde el
norte, siguiendo la pista de un misterio y de un crimen. Y hallé aquí evidencias
relacionadas con ese crimen, cuando ni yo mismo lo esperaba.
−No hay ningún criminal en este
pueblo, salvo ahora vos mismo −replicó el regidor−. Si buscabais a quien culpar
de algo, tendríais que haber pasado de largo, pues nada hay aquí que podáis
reprochar.
Los hombres del regidor, incluido el
bravucón medio manco, se iban moviendo lentamente alrededor de Galadhor, esperando
una orden de su jefe. Mientras, el tabernero se asomó a la puerta y escuchó con
interés lo que se decía.
−Os equivocáis, como voy a explicaros
−prosiguió Galadhor−. Mi viaje empezó en el reino de Ábilae, la de
impenetrables murallas, cuyo rey en persona me encomendó la misión de hallar la
causa y el remedio del misterio que lo traía sin sueño. Hace semanas que no
llegan a la ciudad muchas esperadas respuestas a sus misivas, desde el reino de
Toletum, como no regresan algunos de los correos que las llevaban. Así han
perdido la pista de hasta cinco de ellos, y se sabe que ha pasado lo mismo con
varios procedentes del sur. Los que viajan por otras rutas han llegado sin
mayores problemas, al igual que llegan las palomas; pero no es el caso de los
correos que siguieron la ruta que pasa por Tierraseca. Por eso fui enviado a
seguir la ruta y buscar algo sospechoso a lo largo de ella. Y fue en cuanto
llegué a esta encrucijada, a este miserable pueblo, que comprendí dónde hallaron
la muerte todos los correos perdidos.
−¡Eso es una infamia! −exclamó el regidor−.
¡Una afrenta! ¡Os ordeno que os calléis, u ordenaré que os corten la lengua! ¡Y
no habrá magistrado, ni noble ni enviado del rey que me impida hacerlo!
Las voces se alzaron hasta el
estruendo, pues quien más, quien menos, todos debían de saber en el pueblo de
qué hablaba Galadhor.
−Ayer coincidí en esta misma taberna
con un correo real proveniente de Toletum. Noté un ambiente extraño que achaqué
a mi presencia, pero más tarde comprendí que sólo indirectamente tenía que ver
conmigo: al llegar yo interrumpí algo que estaba a punto de suceder. El correo
iba a ser asesinado, como lo fueron los que lo precedieron; el contenido de su saca
hubiera sido robado, y su caballo habría servido de festín a muchos de aquí,
como lo estaba siendo para él mismo, pues no estaba comiendo sino carne de
caballo cuando paró en esta taberna, preparada por ese mismo tabernero −dijo, volviéndose
y señalando al gordo bigotudo que lo escuchaba desde la puerta, el cual rompió
a sudar y se puso blanco.
−¡No tenéis pruebas de tal cosa!
−gritó el regidor.
−La prueba sois vos mismo, estúpido,
pues pende de vuestro cuello un colgante que fue enviado por el duque de la Salvarroca
a su sobrina, doña Isabel de Aguazur, en Toletum.
El regidor se echó la mano al cuello,
agarrando el colgante para ocultarlo de las miradas del pueblo.
−¡Haced que se calle! ¡Prendedlo!
¡Matadlo! −exclamó, furioso.
Ése fue el último error que se
cometió en Tierraseca antes de la partida de Galadhor. Los hombres del regidor
se abalanzaron sobre el caballero, que tenía la diestra sobre el pomo de su
espada. La desenvainó en un abrir y cerrar de ojos y su hoja, sedienta aún de sangre,
de un solo tajo cercenó un brazo. A continuación detuvo en seco un gran
machete, que se quebró en dos contra ella, para, de una estocada, atravesar la
cabeza de su dueño. A otro asaltante le rebanó un muslo por la mitad, derribando
a un bellaco armado con una azada; otros dos hombres soltaron sus armas y
salieron corriendo entre la multitud.
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Todo el mundo se quedó estupefacto al
ver a Galadhor deshacerse de tres hombres en pocos segundos, dejándolos muertos
o malheridos. El regidor cayó de rodillas, muerto de miedo. Pero no así el bravucón
sin una mano y sin varios dedos en la otra, que llevaba en esta última un afilado
cuchillo.
−¡Acabaré contigo, hijo de perra! ‒gritó.
Galadhor paró su ataque hábilmente y
le dio un puñetazo en la mandíbula, que lo dejó aturdido un instante. Todo el
pueblo clamaba a su alrededor. El asesino de correos se lanzó de nuevo al
ataque, sin tener realmente ninguna opción de éxito; un instante después, su
estómago quedó atravesado de parte a parte por la espada del caballero. Se desplomó
de espaldas, todavía vivo, pero presto para abrazar la muerte.
−Y por lo que respecta a vos −le dijo
Galadhor al regidor−, pronto recibiréis el castigo que merecéis. ¡Que me
escuche bien todo el pueblo! En unos días, un magistrado de Toletum, escoltado
por guardias reales, vendrá aquí a imponer el orden. No puedo saber cuántos de
los presentes participaron en los crímenes cometidos, ni puedo acusar a todo el
pueblo. Pero sabed una cosa: se investigará lo sucedido, y no se perdonará a
ningún culpable.
Galadhor limpió su espada en uno de
los cadáveres, la envainó y se dirigió hacia su caballo. Entonces se dio cuenta
de que Tone estaba arrodillado sobre el cuerpo del jefe de aquella cuadrilla de
criminales, al que en ese mismo momento abandonaba la vida.
−¿Por qué lo lloras, muchacho? −le
preguntó.
Tone tardó unos segundos en
responder, ahogado su aliento por los sollozos.
−Era mi padre.
Galadhor se subió a lomos de Meteoro
y se dispuso a abandonar aquel miserable pueblo para no volver jamás. Antes de espolear
a su montura, arrojó una moneda de plata a la tierra, junto al chico.
Abriéndose paso entre la multitud, salió
al trote en dirección al camino del sur, desapareciendo de la vista de los
habitantes de Tierraseca, quienes nunca olvidarían el nombre de Galadhor.
Así recuerdan los rumores de muchas voces
aquella aventura, y así yo, el cronista de las hazañas de Galadhor, caballero
de Castelia, os la he narrado. ¡Ésta es la verdad, habitantes de Iberia!
Fin del relato
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