ELLA NUNCA ESTUVO ALLÍ (Relato)

El peor miedo es el que se esconde en lo cotidiano...
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Relatos  |  Suspense y terror

ELLA NUNCA ESTUVO ALLÍ

Un encuentro casual en un café puede tener consecuencias imprevisibles


Por D. D. Puche

Hacía años que no veía a Laura, desde los tiempos de la facultad. Fue una sorpresa encontrármela aquella tarde en esa cafetería que yo no frecuentaba, y a la que sólo entré casualmente porque estaba lloviendo intensamente. Al verla, sentada en una mesa cerca del ventanal que daba al parque, con la mirada perdida, algo lánguida, pero hermosa, el corazón me dio un vuelco. Hay reacciones que parecen superadas a cierta edad, pero ante estímulos del pasado se repiten como cuando uno no tenía la actual experiencia; nos afectan con la misma intensidad y falta de autocontrol. Y yo estuve muy enamorado de Laura, aunque nunca tuve el valor de decírselo. Ahora, tras media vida, un divorcio y varias relaciones sentimentales que podría llamar sucedáneos de pareja, me topaba con ella de nuevo. Y me sentí como un chiquillo.

Me costó un esfuerzo titánico acercarme a ella y saludarla, aunque era lo que más deseaba hacer. Era como debatirme entre dos poderosas fuerzas contrapuestas, la que me arrastraba hacia ella y otra que, entendí que a causa de esos estúpidos nervios, me decía que no, que huyera. Pero yo ya no tenía edad de huir, ya lo había hecho en el pasado, en muchas ocasiones, y sabía que huir es lo único de lo que uno termina arrepintiéndose el día de mañana, mucho más que de los errores. Así que, no sin grandes dosis de autodominio, me planté a su lado y la saludé. Ella apartó sus grandes y tristes ojos castaños del ventanal y los volvió hacia mí. Hubo un instante de duda, como si no me reconociera, pero duró sólo medio segundo; medio segundo en el que sus ojos fueron tan inexpresivos como si miraran a un insecto sobre la pared. Pero inmediatamente se iluminaron, una enorme risa llenó su rostro y me devolvió el saludo con efusividad, se levantó y me dio dos besos, y pude respirar aliviado.

Me invitó a sentarme. Pedí un café capuchino para acompañar el suyo, que seguía intacto sobre la mesita, como si no lo hubiera tocado, y charlamos. Fue increíble, porque hubo una conexión inmediata, como si nos conociéramos bien de toda la vida nunca habíamos tenido una relación tan estrecha en los años de estudiantes y lleváramos viéndonos de continuo todo este tiempo. Como el reencuentro con un amigo íntimo, esto es, alguien a quien puedes ver por primera vez desde hace mucho tiempo y no importa, siempre parece como si hubieras hablado con él el día antes; todo se retoma con naturalidad. Así fue con Laura, tan encantadora e interesante, con esos grandes ojos, tan atentos, que parecían no perder un detalle de lo que ocurría a su alrededor, como si se bebieran la realidad. Le expliqué que trabajaba en un estudio de arquitectura, aunque era el último mono allí; le hablé de mi matrimonio roto y de cómo llevaba el divorcio, y del apartamento que ocupaba desde que vendimos el piso común; y le conté mis aficiones, y mis preocupaciones, y todas las pequeñas cosas que hacen una vida y que a priori nunca parecen interesantes para ser descritas, salvo cuando das con una de esas personas que te hacen sentirte importante al contar tus minucias y tus anécdotas, que es lo que al fin y al cabo somos. Ella, alternando su relato con el mío, entretejiendo unas historias con otras, y siempre con esa enorme sonrisa cálida, me habló de los años que siguieron a los de la universidad, y de las relaciones truncadas que también tuvo, y de sus varios trabajos en empresas en las que no tuvo mucha suerte, hasta que terminó abriendo una empresa de distribución que no tenía nada que ver con lo que habíamos estudiado; y también me habló de sus hobbies y de los viajes que había hecho y de los que le gustaría hacer, y de cómo entendía la vida, que era de un modo sorprendente y gratamente parecido al mío.


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La charla fue tan trivial como intensa; tan cercana como trascendente, de esas que te elevan a un grado de conexión muy alto con una persona. La tarde dio paso a la noche, pues las horas pasaron volando, y tras los cafés hubo unas copas en un bar, y todo fluía, y la conversación era como seda, y a las palabras siguieron los roces, los toques, las sutiles caricias con las yemas de los dedos, una mano que se posa sobre un brazo, otra que se apoya en la espalda y que va bajando a la cintura, las cosas que se dicen cada vez más cerca, al oído, hasta que los labios rozan la mejilla, y luego la oreja, y sientes que la sangre hierve, que la vida mana a borbotones y se inflama y quiere consumirse en un instante. Terminamos en mi apartamento, que tantas relaciones insustanciales y vacías había contemplado, pero esa noche fue testigo de algo importante, de uno de esos encuentros entre dos personas que dan sentido a una vida, que son una promesa, que redimen todo un pasado de insatisfacción y soledad, de miradas que no se encuentran y palabras que se pierden sin respuesta.

Hacia las seis de la madrugada me desperté y ella no estaba. Me sorprendió mucho no haberme despertado cuando se fue, no haber sentido nada, igual que me sorprendió que ella no se despidiera, que no me dijera que tenía que irse. Pero todo había sido tan precipitado, tan de improviso, que tampoco podía extrañarme demasiado; y yo había tomado varias copas de más, así que quizá no me había podido despertar antes de irse. Laura tendría que ir al trabajo, como yo, así que me levanté, me duché y me lavé los dientes, y casi sin tiempo ni de tomar una taza de café, me fui al estudio. Pasé una mañana inquieta, incapaz de concentrarme en el trabajo, sin dejar de pensar en Laura, en lo sucedido la tarde y la noche antes. Lo increíble del encuentro, lo bien que había ido todo, la conexión tan inmediata e íntima... A mí no me pasaban nunca cosas así, y no podía creerme mi suerte. Todavía recordaba el olor de ella en el dormitorio, su piel, su pelo, su perfume, como una suave neblina que se resistiera a disiparse. Ansiaba volver a hablar con ella, aunque sólo fuera por teléfono. Poder escuchar su voz.

La llamé en un descanso, porque nos habíamos dado los números antes de que la cosa se calentara y termináramos en mi apartamento. Pero nada, no contestaba; la señal sonó varias veces hasta que se interrumpió la llamada. Bueno, estará ocupada, pensé. Repetí el intento más tarde, a la salida del trabajo, justo antes de coger el coche en el párking, y el resultado fue el mismo. Habían pasado tres horas. No es que significara nada, pero un profundo desasosiego creció en mí. Empezaba a tener un mal presentimiento. A esas llamadas siguieron unas cuantas más, durante el resto de la semana, a distintas horas del día. Nada. Nunca cogía el teléfono. Siempre daba señal hasta interrumpirse la llamada. Tampoco saltaba un contestador. Busqué el número en internet a ver si me salía alguna correspondencia dirección de correo electrónico, oficina, o lo que fuera, porque tampoco tenía ningún otro medio de localizarla, aunque si ella no quería contestar al teléfono, poco tenía que hacer en ese sentido. La extrañeza inicial, seguida de frustración y después de abatimiento, poco a poco se transformó en enojo. Si después de aquel día no quería saber de mí, que le dieran. Menuda impresentable, me decía a mí mismo intentado convencerme de que tenía que olvidarla.


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Olvidarla. Claro. No sería posible. No podía dormir por la noche, recordando las horas que pasamos juntos. Al echar una mirada atrás, pasados unos meses, me parecían las únicas llenas de sentido de mi vida; todo lo demás había sido distracción, un entretenimiento hasta que llegó ese momento justo de mi destino. Y si en algún momento las sensaciones comenzaron a asentarse y hacerse manejables, si parecía que empezaba a superar el bache de aquel encuentro y la pérdida posterior, mi serenidad zozobró de la peor manera cuando recibí una llamada al móvil. Era ella. Descolgué con el corazón golpeando mi pecho como un martillo, intentando que las emociones discordantes esperanza, alegría, enfado, miedo, nervios se reflejaran lo menos posible en mi voz. Pero las únicas palabras, pronunciadas antes de colgar bruscamente, fueron las suyas, que sonaban como venidas de una distancia infinita, como si las oyera desde el otro lado de una pared y me llegara sólo un eco incierto, algo como de cristal a punto de romperse. Y fueron éstas, escuetas y lapidarias: "No me busques más. Nunca darás conmigo. Nunca estarás conmigo".

Podrás imaginar la desesperación que experimenté en ese instante, y el resto de ese día, y los siguientes. Esa llamada me hundió por completo; si lo estaba llevando regular, y a duras penas podía decir que me estaba recuperando, que conseguía olvidarla, después de eso ya no pude más. Fue un acto de gran crueldad por su parte, aunque quizá ella pensó que era lo contrario. ¿Y por qué en ese momento, transcurridos meses desde aquella noche? No entendía nada. Estaba demacrado, me lo decían en el trabajo, y mis amigos, y mi familia, a la que procuraba evitar para que no me vieran arrastrarme como lo hacía. Vivía penando, me limitaba a sobrevivir, pálido y ojeroso, deprimido, perdida la noción de la realidad y del tiempo, siempre distraído, incapaz de hilar pensamientos. Casi perdí el trabajo, y tuve que cogerme una baja médica. Estuve tomando antidepresivos y me costó mucho rehacer una vida normal. No tanto porque no pudiera como porque no quería. Es lo que ocurre en estos casos: nuestra mente nos traiciona. Nos esforzamos mucho en autodestruirnos cuando nuestros planes nos fallan, cuando la imagen ideal que teníamos de lo que sería nuestra vida se demuestra ilusoria. Por mucho que no dependa de nosotros.

Pasaron como dos años, y las cosas ya estaban relativamente bien. Rehíce mi vida. Me iba bien en el trabajo; había ascendido y ya estaba a punto de ser nombrado socio. Tenía una relación estable con una mujer maravillosa y salíamos regularmente con un buen grupo de amigos. Podía permitirme ciertos caprichos que, al fin y al cabo, aun de un modo un tanto prosaico, son lo que entendemos por felicidad. Fue entonces cuando mi cabeza se hizo añicos. Creo que de forma irremediable. Un día, en el estudio, estaba leyendo un titular en Twitter, un enlace a una noticia llamativa, y pinché el enlace a un periódico digital. Para mi decepción, vi que llevaba a una noticia de hacía cuatro años. Material informativo caducado, de ese que las redes sociales tan a menudo venden como nuevo. Pero en esa misma página del periódico online había otra columna que hablaba de una mujer fallecida en un accidente de tráfico, de madrugada. No pude evitar fijarme en ella, sin saber por qué; simplemente me atrajo. Ni en el titular ni el subtítulo de la noticia figuraba el nombre de la fallecida, pero sí unas iniciales que coincidían con las de Laura. Eso no significaba gran cosa, pero el corazón empezó a latirme como cuando la vi en la cafetería, como cuando recibí su última llamada. Incluso me mareé un poco, aunque no había razón alguna. La noticia era dos años anterior a nuestro encuentro, a aquel día tristemente memorable. Pero la abrí con un clic. Allí estaba. Era Laura. Los datos coincidían: nombre completo, edad, ciudad, profesión. Creyendo que me volvía loco, hice búsquedas en la red acerca de ese accidente, y entre los resultados me salió una foto de Laura, sin lugar a dudas ni equívocos. La familia anunciaba su funeral. Quedé aterrado, paralizado, como catatónico. Me encontraron en mi despacho un buen rato después; no sé cuánto tiempo transcurriría. Según me dijeron, tenía los ojos abiertos de par en par y perdidos en el infinito.

Ahora estoy en tratamiento psiquiátrico. Mi mente se ha quebrado, incapaz de comprender cómo pude estar con Laura aquel día. Un día dos años más tarde de su muerte en un accidente de tráfico. El doctor cree que nada de esto sucedió jamás. Qué sabrá él.



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