LA LEY DE LOS CAÍDOS (cap. 1)


La ley de los caídos es una novela que aparecerá a comienzos de otoño de este año, y de la que en esta página ya publicamos algún extracto hace tiempo. Os ofrecemos ahora de nuevo el primer capítulo para que vayáis abriendo boca. Está ambientada en el mundo de Balada de los caídos, pero esta vez en Madrid, y la protagoniza Salvador Morel, un Juez que vela por el cumplimiento de la Ley de los Desterrados en esa ciudad y se verá envuelto en una oscura conspiración. Que la disfrutéis.   



"Entre el infierno y la nada, me quedo con el infierno".
MIGUEL DE UNAMUNO.


Entró en el local y atrajo la mirada de todo el mundo. No era demasiado alto, ni estaba excesivamente delgado. Ancho de espaldas y de andares desgarbados, vestía traje oscuro, sin corbata y con un par de botones de la camisa desabrochados. Era moreno, aparentemente cuarentón –pero sólo aparentemente– y con alguna cana ya. Ojos grandes, expresivos, nariz algo más gruesa de lo que pedía el rostro y mandíbula ancha. En resumen, alguien que en principio no destacaría en ningún sitio. Pero no suele ser una buena noticia, cuando un Juez entra en un garito de mala muerte como aquél. Tan de mala muerte que no tenía ni nombre. Sin embargo, los ángeles caídos de Madrid saben que en cierta calleja del centro, en la zona de copas de Santo Domingo, hay una puerta de metal poco llamativa que se abre tras cuatro golpes. Dentro se oculta un local exclusivo para ellos, aunque sólo los de peor rango y condición lo frecuentan. Un tipo enorme y mal encarado impide que entre cualquier mortal que llegue allí por casualidad; los miembros de determinados clanes problemáticos de los caídos tampoco son bien recibidos. En la entrada hay un guardarropa y una pequeña cabina enrejada en la que se sienta un muchacho de mirada aviesa; todo el que entre está obligado a dejar allí cualquier arma que porte, sea blanca o de fuego. Pero el Juez no tuvo que dejar las suyas, por supuesto: los de su cargo tienen acceso franco a cualquier punto de la ciudad controlado por los caídos. Lo dice la Ley, de la que son garantes y ejecutores.
–Hola, Morel –le dijo sin mucho entusiasmo el portero, quien por supuesto lo conocía.
–Hola. ¿Qué tal ha empezado la noche?
–No está mal. Medio aforo. Todo tranquilo –le contestó con mirada esquiva.
–Ya. Puede que deje de estar tan tranquilo enseguida. Creo que tenéis a uno buscado aquí, ¿no?
–Si es así nosotros no sabemos nada. Ya sabes que colaboramos siempre.
–Por supuesto –replicó Morel, y entró.

Salvador Morel era uno de los Jueces que había en la ciudad de Madrid. Incluso los ángeles caídos, siempre escondidos entre los mortales, tienen que tener una autoridad, y alguien que la haga respetar. Era un Juez respetado, porque hacía cumplir la Ley sin contemplaciones, pero no era especialmente cruel, ni corrupto, ni abusaba de su poder, como otros. No aceptaba sobornos ni cobraba mordidas, algo en lo que la sociedad de los caídos no se diferencia mucho de la mortal –al fin y al cabo, ¿no se dice que ellos trajeron el mal a este mundo?–. Además, tenía cierto sentido del humor y era bastante tratable, siempre y cuando no anduviera a la caza de algún caído perseguido por sus infracciones. Entonces había que tener cuidado con él, porque se encabronaba con los que le hacían perder el tiempo y tenía una tendencia al uso de su Glock 19 por la que, en más de una ocasión, sus superiores le habían llamado la atención. Pero trabajaba bien y era limpio; no atraía la atención de los mortales, y meterle una 9 mm. a un ángel caído no suele causarle la muerte a no ser que le vuele la tapa de los sesos, así que le dejaban seguir con sus métodos. Él siempre apuntaba al pecho. Una bala en el corazón garantizaba una parálisis total. Durante un buen rato, al menos.

Se adentró en el local. Era realmente mugriento; lo conocía perfectamente porque había estado allí muchas veces, más por trabajo que por placer. No le hacía ascos a una copa, pero prefería sitios con algo más de clase. Sólo un poco más; le bastaba con que el sitio no pareciera un burdel barato. Tras una segunda puerta de metal, que mantenía la insonorización, se abría un enorme salón con una gran barra redonda en el centro, alrededor de la cual se distribuían las mesas. Aproximadamente la mitad de ellas estaban ocupadas, así como casi todos los asientos en la barra. Luces estroboscópicas de colores cambiantes le daban al garito un aspecto aún más irreal del que ya tenía de por sí. Desde fuera nunca se hubiera dicho que podía ser tan espacioso, y de hecho no lo era: los caídos saben jugar con el espacio, dilatándolo o contrayéndolo para crear con él lugares imperceptibles e inaccesibles para los mortales. Esa arquitectura fantástica (de la que se encarga un tipo de caídos a los que denominan Constructores) crea una sub-realidad llena de elementos sobrenaturales –como lo es ella misma– a la que sólo pueden acceder los caídos y a la que suelen referirse como el Otro Lado. Aquel local sólo era un ejemplo cutre de lo que los caídos pueden hacer.

Para hacer más molestas aún las luces –que hacían saltar a los presentes como en una película a la que le faltaran fotogramas–, sonaba una atronadora música electrónica, que Morel odiaba tanto como ese tipo de ambiente. Alrededor del salón había una serie de reservados tapados con cortinas, donde se practicaba todo tipo de vicios indescriptibles. En cuanto a drogas y sexo, no había en aquel lugar ningún tipo de limitación, y la Ley de los caídos es obviamente muy laxa en ese sentido. Por lo general no prohíbe nada que no afecte al poder establecido o a la clandestinidad de su existencia entre los mortales.

El Juez se paró un instante a unos dos metros de la barra, tras saludar al camarero que estaba tras ella, un tal Ahmed. Miró atento a su alrededor. Conocía a los que trabajaban allí, así como a la mayoría de los parroquianos –en una ciudad como Madrid casi todos se conocen, aunque sea de vista–; pero aun así no se fió y mantuvo su espalda controlada en todo momento. El trabajo era el trabajo, y tomaba muchas preocupaciones. Contempló las auras turbias de la clientela. Oscuras, agitadas, llenas de vicio. Nada raro en un caído; de hecho, nada raro en un mortal, salvo cierta tonalidad que permite diferenciarlos sin lugar a error. Todos los presentes eran gente patética, pero él no se metía en esas cosas, no era su trabajo. No captó nada sospechoso, nada que pudiera suponer un peligro para él. Tampoco vio al tipo al que buscaba, pero supo inmediatamente que estaba en uno de los reservados. Lo captó como un sabueso huele a su presa a gran distancia. De hecho, sin moverse de donde estaba, a través de la cortina, supo que estaba con dos fulanas. Eran dos Súcubos; captó sus singulares presencias. 
–¿Qué hay, Ahmed? –dijo al fin, ante el nerviosismo de éste.
–Bien, todo bien –le contestó, secando unos vasos de tubo–. ¿Va todo bien, Magistrado?
Morel hizo un gesto vagamente afirmativo.
–No va mal.

Miró fijamente a un tipo solitario sentado en una mesa justo delante del reservado de su perseguido. Tenía delante un vaso de algo que parecía whisky, pero no lo había tocado. El tipo se había quedado observándolo al entrar, aunque con discreción; luego apartó la mirada. Morel no lo conocía. Aunque estaba sentado, se advertía que era alto y fuerte. Más que él. Por su aspecto debía de ser eslavo.
–¿A qué debemos su visita, Magistrado?
Morel sonrió levemente.
–Creo que eres el único en la ciudad que me llama así, Ahmed.
Y tras una pequeña pausa añadió:
–Ya sabes a lo que vengo. Él está aquí.
Algo en la cara de Ahmed se descompuso.
–Joder, Morel, si no guardáramos la privacidad de nuestra clientela, no habría negocio; no podemos...
–No te preocupes, casi es mejor así. Me facilita el trabajo el que crean que en sitios como éste están a salvo.

Morel no despegó en ningún momento la vista del tipo eslavo, quien a través de la música escuchaba perfectamente sus palabras, con sus sentidos agudos como cuchillas. Se preguntó si sería un exmilitar de algún país del este. Tenía toda la pinta. Sin dejar de vigilarlo, se acercó a la barra y se apoyó contra ella.
–Ponme lo mismo que a ése –le dijo a Ahmed–. Invita la casa, ¿no?
–Claro –contestó un taciturno Ahmed, sirviéndole la copa.

La cogió y, bajo las miradas atentas de toda la clientela, se dirigió a la mesa del eslavo. Sin preguntar, tomó asiento frente a él y puso el vaso sobre la mesa. El tipo le clavó los ojos, pero no dijo nada. Era frío, el cabrón; un profesional. Morel no advirtió qué intenciones tenía, no percibió ningún cambio en su aura. Se miraron en silencio unos segundos muy tensos hasta que Morel al fin dijo:
–Hola.
El otro se limitó a asentir en señal de saludo.
–Tengo órdenes de detener a tu jefe, pero no dicen nada de ti. Puedes facilitarme las cosas o ponérmelas difíciles; lo único que va a cambiar es cuánta gente me lleve conmigo esta noche. Y que te quede claro –añadió, inclinándose sobre la mesa– que a él lo quieren interrogar por lo que ha hecho. Pero a ti nadie te necesita entero.
El guardaespaldas sonrió gélidamente y contestó con fuerte acento:
–¿Ése es el discurso que sueltas siempre?
–Sí, más o menos. Pero lo que importa no es lo que digo, sino lo que hago. ¿Quieres verlo?
No contestó. Se limitó a sostenerle la mirada, burlón. Morel seguía sin calarlo. No le gustaba ese tipo.
–Pon todas las armas que lleves sobre la mesa. Todas. Y si haces un movimiento en falso, nos vemos en la siguiente vida, amigo.
Tras un instante de aparente reflexión, y sin dejar de sonreír con aire desafiante, el guardaespaldas se abrió lentamente la americana con una mano, dejando al descubierto una Sig Sauer P227. Con el pulgar y el índice de la otra mano la sacó lentamente de la funda y la dejó sobre la mesa, apuntando hacia un lado.
–Ten cuidado, no te dispares en un pie con eso, colega –le dijo Morel, y se quedó a la espera–. ¿Eso es todo? Venga, no jodas.
A continuación, repitió la operación, esta vez inclinándose muy despacio a un lado de la mesa y sacando del mismo modo una USP Compact de una funda tobillera. La dejó también sobre la mesa.
–Preciosas. Descárgalas.
Con pausados movimientos, les sacó los cargadores y las balas que llevaban en la recámara. Lo dejó todo sobre la mesa.
–Y ahora el cuchillo militar que seguro que llevas.
De un bolsillo de la chaqueta sacó un cuchillo de acero con una hoja de unos quince centímetros, curvada por un lado y serrada por el otro. Lo puso junto a las pistolas.
–Bien. Ahora camina hacia la barra y espera ahí. Si eres un buen chico podrás irte y quedarte con tus juguetes.

El tipo se bebió su whisky de un trago, miró una última vez con actitud desafiante a Morel e hizo lo que éste le decía. Se levantó despacio, con las dos manos ligeramente levantadas, y caminó hacia la barra. Morel lo siguió con la mirada y se bebió también su whisky de un solo trago. Se levantó y se acercó a la cortina negra que lo separaba del reservado.
–Así me gusta. Que me pongan las cosas fáciles –dijo, justo antes de descorrer la cortina.

Fue entonces cuando saltaron sobre él, desde el interior. Eran las dos fulanas con las que estaba su objetivo. Una lo golpeó a la altura de la cintura; la otra fue a por el brazo en que llevaba la pistola. Los tres cayeron hacia atrás, rodando; una de ellas quedó sobre él y pudo ver su horroroso rostro, a pocos centímetros del suyo: la piel azul y escamada, ojos rojos brillantes como brasas, una boca descomunal llena de dientes como alfileres, la nariz larga y puntiaguda, el pelo negro alborotado. Era la viva imagen de una bruja de cuento de hadas, de esas que se comen a los niños. Vio esas fauces abrirse sobre su cuello, a punto de darle un buen mordisco. La otra, simultáneamente, intentaba desarmarlo.

Pero para cuando las fauces se cerraron con un chasquido, él ya no estaba en el suelo boca arriba; una décima de segundo después estaba de pie, al lado de las dos fulanas transformadas en demonio, apuntándolas con la Glock. Simplemente desapareció de debajo de ellas para aparecer a su lado. Cosas de ser un ángel caído. Ellas eran feas, él rápido. Les metió tres balas a cada una, en el torso, asegurándose de alcanzar el corazón, lo cual las dejaría inertes durante un tiempo, pero sin matarlas. Inmediatamente, con la precisión de un cirujano y la experiencia del que ya ha estado en una situación así en muchas ocasiones, se agachó y se giró en dirección al guardaespaldas, quien por supuesto se había tirado a por sus armas. Cuando puso la mirilla sobre él, ya había cogido y cargado una de sus pistolas y estaba levantándola para dispararle. En un caso así no podía dudar ni permitirse el lujo de ser piadoso; sólo tenía tiempo para un disparo, y tenía que ser definitivo. Tiró del gatillo y los sesos del guardaespaldas salpicaron la pared y las mesas que estaban tras él. Ése no se levantaría más del suelo; pero volvería en otra vida, años después, con otro rostro y otro nombre. Que otro se ocupara entonces de él.

La escena había durado menos de cinco segundos, y todos los presentes en el local se habían quedado petrificados. A Morel lo enojaba considerablemente el haber tenido que usar su arma, y más porque se había visto obligado a liquidar a un tipo, cosa que no le hacía ninguna gracia. Fue necesario, pero nunca resultaba agradable. Y tendría que dar parte de lo ocurrido; ya no era una mera detención rutinaria. Odiaba la burocracia. Por otro lado, también le molestó no haber visto venir lo de las fulanas. Su objetivo llevaba consigo dos Súcubos, y él no se había dado cuenta de que formaban parte de su escolta, junto con el eslavo.
–Me estoy haciendo mayor, joder –musitó.

En el suelo, las dos mujeres se retorcían de dolor, con sus rostros vueltos a la normalidad. Eran muy guapas las dos, pero en ese momento sus caras estaban terriblemente contraídas y pálidas. En cualquier caso, de momento no supondrían ninguna amenaza; Morel mandaría a alguien para encargarse de ellas. Él tenía otra cosa más importante de la que ocuparse.

Cruzó la cortina y pasó al reservado, donde un ridículo hombrecito se encogía en un asiento del rincón, como si así pudiera pasar desapercibido. Decir que era un hortera sería hacerle un favor: llevaba un caro traje de lino gris perla con una horrorosa camisa estampada de corazones, sin corbata, muy abierta, y con cadenillas de oro colgando sobre el pecho. También llevaba muchos anillos de oro en los dedos. Su cara recordaba a un roedor; era un tipo vil, pensó Morel nada más verlo, vil y patético, de esos a los que les encanta hacer dinero pero no han nacido para saber gastarlo.
–¿Qué tal, Moznik? –le dijo, pero el tipo no contestó. Estaba muy asustado–. Oye, no me ha gustado ese comité de bienvenida que me has preparado. Ha sido un poco hostil. Tu chico está muerto, por cierto; no sé si te importará. Supongo que no mucho, ¿o me equivoco?
Moznik parecía mareado, como si se fuera a desmayar de un momento a otro.
–¿Vienes a matarme?
–No seas gilipollas. Vengo a detenerte. Tu guardaespaldas seguiría con la cabeza sobre los hombros si no hubiera echado mano a su pistola, así que ya sabes, no intentes jugármela. 
–¿A detenerme? Pero...
–Sí, y vale ya de cháchara. Son otros los que decidirán qué hacer contigo. Eso no es asunto mío.

Diciendo esto, Morel desenganchó de su cinturón una gruesa argolla de acero de una pulgada de grosor. Con un movimiento de muñeca, la desdobló en las dos argollas superpuestas que en realidad componían la primera, aunque nada las unía salvo el propio metal, que parecía líquido. Obtuvo así un cepo de manos que podía resistir incluso la fuerza de un caído normal. Desde luego, resistiría la de Moznik, que era bastante enclenque. Éste, en cuanto vio el cepo, hizo un gesto de negación.
–Puedo ofrecerte mucho dinero si me dejas irme. Dinero, o lo que tú quieras. Estoy muy bien relacionado.
Morel sonrió.
–¿Dónde estás muy bien relacionado, en Croacia? Desde luego aquí no, y si vuelves a intentar sobornarme te vuelo las pelotas. Duele muchísimo mientras crecen otra vez. Según me han contado, vaya.

Hizo un gesto con la pistola para que Moznik metiera una mano en una de las argollas. Éste lo hizo con resignación. Morel guardó entonces su arma en la funda sobaquera que llevaba y sostuvo el cepo mientras el croata metía la mano en la otra argolla. Éstas, flexibles, se ajustaron a sus muñecas, y adquirieron consistencia sólida. Las muñecas de Moznik quedaron a diez centímetros la una de la otra.
–Quedas detenido por importar ilegalmente material antiguo prohibido en este territorio. Queda confiscado todo lo que lleves encima y cualquier propiedad que tengas en dicho territorio. Serás puesto a disposición de la Autoridad de Madrid, por la que serás interrogado y que decidirá si debes ser juzgado según lo establezca nuestra Ley.

En cuanto dijo estas palabras, cacheó a Moznik. Sólo llevaba su cartera, un juego de llaves normal y, aparte, una llave suelta en otro bolsillo. Se guardó todo en la americana y le dijo que le sería devuelto cuando la Autoridad lo considerara oportuno. A continuación, puso una mano sobre el hombro de su detenido y lo guio hacia el exterior del local, pasando entre la clientela silenciosa y frente a un colérico pero igualmente silencioso Ahmed, al que le acababan de arruinar una noche –como poco– de negocio. Moznik miró a sus guardaespaldas, retorciéndose las unas en el suelo sobre sendos charcos de sangre, muerto el otro más allá, y estuvo a punto de desmayarse. Morel tuvo que sostenerlo de un brazo cuando le flaquearon las piernas. Se dirigió de pasada a Ahmed, para decirle:
–Y tú y yo ya hablaremos. Habéis dejado entrar con armas al escolta de un perseguido por la justicia. Esto os va a pasar factura, no pienses que no.
Ahmed se limitó a apretar los dientes.
–Pero eso será otro día. De momento, esperad a que llegue el equipo de limpieza.

El matón del recibidor les abrió la puerta, sin decir tampoco nada. Morel hizo esperar un momento a su prisionero mientras echaba un vistazo fuera; no convenía llamar mucho la atención en cuanto estuvieran en la calle, entre los mortales. Por lo menos, tenía que asegurarse de que no hubiera policías. Un tipo con unas argollas de acero en las muñecas hubiera despertado su curiosidad. Como no había nadie en ese momento que pudiera comprometerlos, cogió a Moznik del brazo y lo hizo salir. Afuera sólo había gente de fiesta, y algún que otro borracho ya a esas horas. Ellos no llamaban especialmente la atención.
–Vamos. Tenemos que llegar hasta mi coche. Está en un aparcamiento próximo. No hagas nada raro o ya sabes cómo vas a terminar. Estoy autorizado para ello; no te creas demasiado importante.

De camino, por las calles peatonales llenas de bares y gente en las puertas conversando animadamente y bebiendo cervezas y vinos, Moznik le dijo lastimeramente a Morel:
–Lo que he hecho no es ilegal. Bueno, supongo que sí lo es; pero lo hace mucha gente, no he hecho nada especialmente malo. Hay un complot contra mí. Tenía que verme con alguien de la ciudad, un miembro importante de vuestra comunidad, y no ha aparecido. Esto es una trampa. 
–Nada de eso es de mi incumbencia. Me han dicho que te detenga, y es todo lo que voy a hacer. 
Siempre decían lo mismo. Siempre pretendían justificarse, defender su inocencia e intentar que se apiadara de ellos. ¿Qué esperaban, que los soltara? ¿O era simplemente una forma de expresar su angustia al verse capturados? Le daba igual; él hacía su trabajo, y punto. Así funcionaban las cosas. Que no hubieran violado la Ley.

Siguieron caminando hasta el aparcamiento subterráneo donde Morel tenía su coche, perdidos entre la multitud del centro. Había un gran ambiente esa noche. Como todas las noches en la ciudad. 





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La ley de los caídos © D. D. Puche & Grimald Libros, 2017. 
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Galaxia errante, 2ª edición
© D. D. Puche & Grimald Libros, 2018.

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EMPIEZA A LEER Y NO PODRÁS PARAR


Sam Robinson y la
Noche de terror en Hellstown

Prólogo
Aclaración para mis jóvenes lectores


Hola a todos. Me llamo Samuel, Samuel Adam Robinson, pero en casa siempre me han llamado Sammy, o sencillamente Sam (incluso hoy día mi mujer me llama Sammy cuando va a darme alguna mala noticia). Si ahora vengo a importunaros, aquí entre estas páginas, es porque creo que tengo alguna que otra buena historia que contaros. De hecho, tengo un buen puñado de magníficas historias, y no es que quiera presumir, ni dármelas de interesante, es que, de verdad, de verdad, son muy buenas.
Si me animo ahora a contaros ésta es porque dio inicio a una etapa maravillosa de mi vida, allá por mis diez o doce años de edad. Por eso, y porque mis hijos tienen actualmente esa edad, concretamente trece y nueve años; y me parece que dejarles por escrito mis aventuras infantiles puede interesarles, si no ahora, sí dentro de un tiempo, para que cuando tengan mi edad sepan valorar con alegría y quizá algo de nostalgia esa época de la vida que da pie a tantas cosas. Espero que a vosotros os interese mucho más que a ellos, que me consideran un carroza, un anticuado (sobre todo cuando me pongo a escuchar mis viejos discos de vinilo y ellos me dicen que todo en digital es mejor. ¡No saben lo que se pierden!).
¿Qué deciros de lo que os vais a encontrar en las siguientes páginas? Lo primero que debería explicaros es que los hechos se produjeron en el lugar donde yo vivía, en un barrio a las afueras de una gran ciudad de la costa este de Estados Unidos, llamada Hellstown. Pero no os preocupéis por ese nombre: quien se lo puso debía de ser algo dramático… En realidad, yo vivía en el típico barrio de clase media, formado por casas con su jardincito, su valla blanca, su garaje, sus árboles… Con niños siempre jugando en las aceras o la calzada, los chicos subiendo por el tejado hasta la habitación de sus amigos o su novia, y sus largas horas de tiempo libre, sobre todo en verano, debido a las jornadas de nuestros padres.
Otra cosa que deberíais saber es que lo que voy a narraros sucedió cuando yo tenía una edad, digamos que… algo impresionable (como espero que os impresione a vosotros), y puede que alguno de los hechos que os cuento no fueran del todo como os los cuento. Pero si no puedo aseguraros que mi edad de entonces y mi memoria actual os narren todo tal y como fue, lo que sí puedo prometeros es que todo cuanto os cuento es esencialmente verdad.
¿Y qué más decir? No quiero aburriros con largas introducciones, así que lo único que quiero añadir es que todo esto sucedió allá por los años ochenta del siglo XX, y como todo el mundo sabe los ochenta fueron la década más prodigiosa de la historia de la humanidad. ¿Qué no podía ocurrir?


1
Una reunión nocturna


Todo comenzó una estupenda y soleada mañana de primavera. Recuerdo que era soleada porque yo iba con los pantalones cortos de jugar al fútbol, y como es normal en los niños de esa edad, llevaba de rodillas para abajo todo embarrado. Ese día salíamos los chicos algo antes de hora, ya que a mitad de mañana casi toda la clase salía de excursión hacia una fábrica de ordenadores. Las computadoras eran una cosa extraordinaria entonces, que servían para hacer cálculos, escribir y no sé qué más. Yo no tuve mi primer ordenador hasta mucho después, pero ya entonces era algo importante. Como casi todo el curso iba, los niños que no fuimos pudimos salir antes, para que no diéramos más clases que el resto (y sospecho que porque los profesores no querían cuidar de los pocos gamberretes que quedábamos).
Yo estaba con mi inseparable amigo Frog. Por supuesto ese no era su nombre, pero todos le conocíamos así desde siempre. Tenía mi amigo una cara y una mirada curiosa, como la de alguien que descubre constantemente cosas nuevas a su alrededor. Era un chico inventivo, que siempre o casi siempre llevaba una gorra y una mochila a la espalda; pero no la mochila del colegio (pues siempre dejaba todo el material escolar en la taquilla) sino una mochila donde solía llevar “sus cosas”, como veréis. Todo lo que puedo contaros de mi amigo Frog es poco, y con sólo deciros que éramos uña y carne os lo digo todo. De hecho, no teníamos ninguno de los dos muchos más amigos, por lo menos no tan buenos, así que pasábamos juntos casi todo el tiempo que nos dejaban nuestras obligaciones familiares y, claro, los deberes de la escuela (si no hacíamos los deberes podíamos pasar más tiempo haciendo el tonto, pero eso tenía desagradables consecuencias al día siguiente).
Frog, cuyo verdadero nombre era… ¡uf!, ahora no recuerdo, porque siempre le llamábamos todos así, incluidos los maestros o sus padres (aunque al principio le molestaba pronto se sintió a gusto con su apodo como si fuera verdadero nombre), era el tipo más impredecible que uno pudiera imaginarse: siempre aparecía de pronto, sin avisar, por mi casa, entrando por la ventana de mi cuarto, trayendo el último invento, la última noticia, o el último disco, película, o por supuesto cómic que apareciese, antes de que nadie más se enterara. Siempre estaba al cabo de todo, de un modo que para mí era inexplicable, pero ciertamente entretenido. Casi podría decirse que toda mi información acerca del mundo procedía de él. En ese sentido yo era más soñador.
Pues como os decía, salíamos juntos del colegio, y debíamos esperar allí a que nos recogiera mi hermana mayor, Chloe. Ella venía del instituto que estaba a espaldas del colegio, y realmente le reventaba tener que recogerme para llevarme a casa, pero es que estaba a un buen trecho de distancia, y mis padres así se lo habían ordenado (no porque temiesen que a mí fuera a pasarme algo, sino al contrario, para evitar que Frog y yo hiciéramos alguna trastada a algún incauto vecino). Si yo tenía un amigo inseparable, lo mismo podía decirse de mi hermana, que siempre estaba con su amiga Laura, una chica con gafas, más bien tímida, que en realidad encajaba poco con ella, pero se querían un montón. Nos es que a mí Laura me cayera mal; lo que no entendía es cómo cuando llamaba por teléfono a mi hermana podían estar tanto, tanto hablando sin parar. ¿Qué tendrían que contarse, si se veían todos los días? Ahora que tengo una hija sucede lo mismo, pero por fortuna tiene un teléfono móvil.
Mi hermana era muy tonta y repelente. No, os miento. Era una chica encantadora, muy maja. Hoy sigue siendo una gran mujer. Pero por aquella época yo tenía unos diez años, así que mi relación con mi hermana, a la que a menudo le tocaba ser la autoridad sobre mí cuando no estaban papá y mamá (y no porque a ella le hiciera ninguna gracia esa situación), la convertía en el perfecto blanco de mis bromas, como esconderle las cosas, pintarle la ropa, o chincharla en general y sin motivo alguno. Ahora entiendo que eso eran tonterías de niño pequeño. Supongo que yo quería llamar su atención de alguna manera, y esa era en cierto modo mi forma de mostrarle mi amor (una forma muy, muy rara). En cualquier caso, aquella mañana ella iba por los pasillos del instituto con su amiga Laura en dirección a su taquilla cuando unos chicos les dijeron…
Un momento, esperad. Acabo de caer en la cuenta de algo. Os preguntaréis cómo sé yo lo que pasó o lo que dijo no sé quién en un sitio en el que yo no estaba… Veréis, hago este pequeño paréntesis para explicaros que muchas veces, aunque cuente algo de alguien o de una situación en la que no estaba presente es porque después, preguntando, he podido más o menos reconstruir de forma fidedigna cómo sucedieron las cosas. De verdad, os aseguro que no me lo estoy inventando. Hecho este pequeño paréntesis, puedo volver por donde iba. ¿Y dónde era? Ah, sí…
…Un grupo de tres chicos, apoyados en sus taquillas, con sus cazadoras del equipo de fútbol americano, les sonrieron al pasar, y el más guapo de ellos, Jesse, que era precisamente el que le gustaba a mi hermana, le dijo:
‒Oye, Chloe, ¿sigue en pie lo de esta noche?
−No sé, Jesse, me da un poco de miedo…
−Vamos, no seas así. Iremos los tres; si pasa algo os protegeremos a Laura y a ti.
−No sé si fiarme… Y a Laura no le caen nada bien tus amigos.
−¿Es verdad eso, Laura?
Laura sólo torció el gesto. Eso era un sí.
−Bueno, no te preocupes por ellos –siguió Jesse−, lo importante es pasar un rato divertido, ¿no?
−Sí, supongo…
−¿Eso es un sí?
−Supongo… −a mi hermana no costaba mucho convencerla de hacer algo que ella quería hacer.
−¡Estupendo, nos vemos a las nueve! –y cada uno siguió su camino, mi hermana con Laura hacia la puerta del colegio para recogerme, y Jesse con sus amigos adonde fuera.
Eso que querían hacer esa noche era jugar a la ouija… si a eso se le puede llamar jugar. Debido a lo que pasó después yo os recomendaría no tocar para nada esas cosas, porque entrañan ciertos peligros que no comprendemos bien. Y cómo no, esos peligros dieron lugar a lo que sucedió después; pero no adelantemos acontecimientos. En cualquier caso, la ouija no es un juguete.
Pues sí, aquella noche nuestros padres estaban fuera de casa. Habían tenido que ir a un congreso de negocios a otra ciudad, y dejaron a mi hermana a mi cargo, lo que significaba que nada bueno podía pasar. Y lo que inevitablemente tenía que pasar era que Frog viniera a pasar la tarde y a dormir. Además, no teníamos apenas deberes, con lo que pudimos cazar bichos en el jardín, jugar con su último invento (un lanzapatatas, con el que una lámpara muy querida por mi madre no salió muy bien parada), y hacer experimentos en el horno con mis soldaditos de plástico, entre otras muchas cosas. Laura llegó más tarde, ya para la cena. Laura siempre llegaba en el momento justo en el que la pizza llegaba a casa, y yo siempre sospeché que tenía controlado de alguna manera al repartidor, pues aparecía para zampar como un reloj.
Que estuviera ella allí nos dio un motivo adicional para chinchar. Sobre todo a Frog. Lo que os voy a contar es un pequeño secreto, no lo digáis por ahí… pero la verdad es que a Frog le gustaba un poco Laura. Ella, con sus gafitas redondas, sus jerséis de punto, y su aire a la vez sabio y despistado, resultaba encantadora. En cualquier caso, Frog no tenía nada que hacer, pues mi hermana y ella nos sacaban varios años, y como todo el mundo sabe a las chicas les gustan los chicos mayores que ellas, no los menores. Sin embargo, Frog no perdía la esperanza de conquistarla, o al menos de impresionarla algún día. En cualquier caso, como le gustaba, y éramos unos niños, su única forma de demostrarlo era molestándola todo lo posible, reírse de ella, de sus gafas, sus andares, su ropa, su forma de hablar, su pelo, o lo que fuera. Sí… los niños son muy raros.
Y en esas estábamos:
−¡Laura se va a comer toda la pizza! –me quejé, indignado−. ¡Así está de gorda!
−Yo noztoy godda, ibécil− dijo con la boca llena de pizza.
Aunque mi hermana era más guapa que ella, Frog nunca prestó la menor atención a Chloe, por lo que se libró de que le disparara miguitas de pan mojadas con la pajita de refresco.
−¡Estate quieto, cerdo! –le gritó mi hermana dándole un manotazo en el hombro. Y tú, Laura, deja de comerte la pizza, que aún no han venido los chicos y es para todos…
−Sólo la estaba probando… −le contestó a la vez que tragaba.
En ese preciso instante, y mientras Frog estaba a punto de hacer alguna otra travesura, sonó el timbre (pese a que en las típicas teleseries la gente siempre entra por la puerta sin llamar, así, sin más, yo os aseguro que las puertas de las casas suelen estar cerradas y la gente tiene que llamar al timbre si quiere entrar).
Al parecer eran los chicos, que ya llegaban. En cuanto el timbre sonó, a mi hermana se le iluminó la cara, y esbozó una amplia sonrisa de oreja a oreja, dando palmas y todo y corriendo a la puerta. En ese momento yo no entendí por qué. “Si sólo son unos chicos, son como nosotros…”, pensé mirando extrañado a Frog, que en ese momento tenía un bote de nata montada en una mano y uno de sirope de chocolate en la otra.


2
El tablero de ouija


Mi hermana se recompuso, se atusó el pelo, y abrió la puerta.
−Pasad, chicos. Hola Jesse −dijo algo sonrojada.
−Hola, Chloe –contestó él, sonriente, al pasar−. Traemos unas cervezas que le he cogido a mi padre.
−¡Genial! −contestó de forma inesperadamente alegre Laura, desde la cocina.
Pasaron al salón, donde se pusieron cómodos, y naturalmente mi hermana nos echó de allí. Pero como no teníamos otra cosa mejor que hacer, les espiábamos desde el pasamanos de la escalera que subía al piso de arriba, intentando desentrañar su extraño comportamiento. Sonreían mucho, mi hermana no dejaba de tocarse el pelo, Laura tenía cara de pocos amigos (aunque después de beber dos tragos de cerveza eso fue cambiando), y los otros dos chicos, que eran gemelos, se turnaban para intercambiar frases con Laura, que pasaba de ellos olímpicamente.
Nos dejaron a Frog y a mí dos trozos de la pizza familiar, y todo el batido de chocolate que pudiéramos desear (con la intención, claro, de que no molestáramos). Al rato, ya caída la noche, sacaron la ouija, que era un tablero plegable, lleno de letras y números, y algunas palabras simples, como “si” o “no”, “verdadero”, “falso”, etc. Ni Frog ni yo sabíamos entonces qué era aquello de la ouija, aunque hubiésemos oído alguna vez mencionarla. Pensábamos que sería alguna cosa divertidísima y curiosísima, pero después de ver que no era nada más que un cartón con letras nos desilusionamos un poco (“¿encima hay que leer?”, preguntó Frog). Pero aun así seguimos curioseando, buscando la forma de entretenernos, y si fuera posible, de arruinarles la noche a todos, como corresponde a un buen hermano pequeño.
−Está bien, creo que podemos comenzar –señaló Jesse.
−¿Estás seguro de esto? −preguntó mi hermana, algo temerosa−. Quizá podríamos simplemente escuchar música y charlar…
−¡Ni hablar! Vamos, será divertido. Podremos hablar con un espíritu.
−Yo podría traer algo de picar de la cocina –indicó Laura.
−Necesitaremos un vaso –señalaron a la par los gemelos.
Aquí debo hacer una aclaración a todos los jóvenes e incautos lectores que pueda tener. Pese a que en muchos sitios se afirma que los gemelos hablan a la vez, o que incluso si pinchas a uno al otro también le duele, aunque esté muy lejos, eso sencillamente es una tontería. Los gemelos son individuos distintos, y en general, aunque si quisieran podrían, no les gusta hablar a la vez, ni que les confundan entre sí. No obstante, Brad y Chad, que así se llamaban, sí hablaban a la vez, y les gustaba confundirse entre sí, sobre todo a la hora de los exámenes (pues a Brad se le daban bien las letras, y a Chad las ciencias, o al revés, no me acuerdo), y se interesaban por la misma chica (esa noche le tocó a Laura ser objeto de sus atenciones). Así que ya sabéis, los gemelos no hablan a la vez, aunque estos dos chorlitos sí. Sigamos.
Apagaron la luz de la lámpara, dejando la de la cocina encendida, la cual daba algo de luz al salón; pero éste quedó medio en penumbra, dando algo de misterio a la escena. Pusieron el tablero en el centro de la mesa, el vaso encima, y se sentaron alrededor.
−¿No hay que cogerse de las manos ni nada? –preguntó Laura.
−No, tenemos que tener todos un dedo sobre el vaso para poder preguntar algo –le respondió Jesse.
−¡Genial! Así podré seguir comiendo ganchitos con la otra mano.
−Esto no me gusta –dijo mi hermana.
−Tranquila, ya verás cómo no pasa nada –le dijo cálidamente Jesse acercando su rostro al de ella, con lo que los ojos de mi hermana hicieron chiribitas−. Está bien. Tenemos que empezar con un saludo respetuoso a los seres del otro lado, y después preguntemos lo que queramos. Pero mejor si planteamos preguntas sencillas de responder, con un sí o un no, o con una sola palabra.
−¿Así que no podré preguntarles dónde perdí las llaves de casa? –preguntó Laura.
−No, no creo –respondió él.
−¿Y si Elvis está realmente muerto? –preguntaron los gemelos.
−Eso creo que sí –señaló.
−A mí me gustaría hablar con mi abuela –dijo mi hermana, algo melancólica−. Se fue de repente y no pude despedirme. La quería mucho.
−Podemos intentar hablar con ella –le dijo un atento Jesse, cogiéndola de la mano. ¡Cogiéndola de la mano!
−¡La está cogiendo de la mano! –le dije por lo bajo a Frog, a mi lado.
−¡Bah! Eso no es nada: yo cojo mucho a mi hermanita de la mano al cruzar la calle…
−Eso no cuenta –repliqué.
−Ya verás cómo antes de que acabe la noche cojo de la mano a Laura. Apuesta lo que quieras.
−Jamás tocaría a un mono como tú. Si quieres me apuesto mi balón de fútbol contra tus prismáticos.
−¡Dalo por hecho!
Abajo seguían a su rollo, y Jesse inició la sesión:
−Lengua de gato, aliento de dragón, nos presentamos esta noche con respeto y devoción…
−¿De dónde has sacado esa tontería? –preguntó burlona Laura, que no creía para nada en aquello.
−Estaba escrito detrás de la caja… −respondió Jesse, no muy convencido−. Dejadme seguir.
Se puso seriote otra vez, en un tono así como trascendente:
−Ala de murciélago, ojo de serpiente, contestadnos ahora y os ofreceremos un presente.
−¿Un presente? ¿Qué presente? –dijo extrañada mi hermana.
−Aquí dice que puede ser cualquier cosa de buena fe, como una flor, o una taza de cacao. Quizá les podríamos dejar el trozo de pizza que ha sobrado…
−¡Eso sí que no! –replicó Laura indignada.
−Nosotros tenemos una chocolatina –indicaron los gemelos.
−Bueno, eso servirá. ¿A quién no le gusta el chocolate?
−A mí me gusta mucho… pero es que me salen granos… −dijo mi hermana relamiéndose al ver la deliciosa chocolatina, como deseando cogerla y devorarla en aquel mismo momento.
−Bueno, ¿y qué vamos a preguntar? –dijo Laura.
−La verdad, no lo había pensado mucho… −contestó Jesse−. Podríamos preguntar si aprobaremos el examen de matemáticas de la señora Patinkin.
−¡Ésa sí que es una vieja bruja! –exclamaron los gemelos.
−No digas tonterías, no se le puede preguntar eso a los espíritus… Se podrían enfadar –señaló con buen tino mi hermana−. Déjame a mí –y tras decir esto puso su dedo sobre el vaso, en el centro del tablero. Los demás hicieron lo mismo. Laura tuvo que rechupetearse el dedo antes de colocarlo allí, porque lo tenía sucio de meterlo en la bolsa de ganchitos.
−Ya verás −me dijo Frog, y bajó las escaleras mientras yo seguía mirando estupefacto.
−Abu, soy yo, Chloe. Abuela, ¿estás ahí? ¿Puedes oírme?
Todos se quedaron de pronto en silencio, mirando al vaso, ahí, en mitad del tablero, en mitad de la mesa, en mitad del salón, en mitad de la casa. Pero no pasaba nada. Entonces se miraron entre ellos, sólo con los ojos, sin girar el cuello.
−Vuelve a intentarlo –dijo Jesse.
−Está bien. Abuela, si estás ahí sólo quería decirte que te echo mucho de menos, y que me gustaría que no te hubieses muerto y que estuvieras aquí, y que siguieras haciendo esas tartas de cereza tan ricas como antes, y que me leyeras viejas historias como solías, e ir al campo contigo y observar los pájaros y los peces del lago, y verte coser calcetines y bufandas y gorros para el invierno. Abuela, si estás ahí, ¿podrías decirnos si me has oído?
Todos se quedaron mirando el vaso, inmóvil. Entonces tembló un poco.
−¿Lo estáis moviendo?
−Yo no –dijo Laura.
−Yo tampoco −dijo Jesse.
−Nosotros tampoco –dijeron Chad y Brad.
De repente, para asombro de todos, y sobre todo mío, que observaba desde las escaleras con la boca abierta, el vaso comenzó a moverse, al principio muy despacito, y luego más rápido.
−“Hola” –dijo la ouija.
−¡Ha dicho hola! –dijo una súbitamente convencida Laura.
−Espera, calla –le interrumpió mi hermana−. Abuela, ¿hay algo que quieras decirme?
−Entonces el vaso comenzó a deslizarse velozmente por el tablero:
“B”, “e”, “s”…
−Mi hermana aguardaba expectante la respuesta, a la vez que intentaba formar las palabras. Yo también estaba expectante, pues al fin y al cabo era mi abuela, y yo también la quería, aunque no hubiera pasado tanto tiempo con ella. Mi hermana siguió leyendo:
−Besa… Besa a Chad y a Brad. ¡Besa a Chad y a Brad!
Chad y Brad rieron como idiotas.
−Jajajaja…
−¡Sois unos imbéciles! –les gritó ella, y metiendo la mano en la enorme bolsa de panchitos de Laura, se los arrojó con furia a la cara.
−Vamos, chicos, no os comportéis como niños… −les indicó Jesse, algo avergonzado por su comportamiento, sobre todo de cara a mi hermana.
−Todo esto sólo ha servido para desperdiciar comida –murmuró Laura.
Pero mi hermana ya se había metido en aquello demasiado; había puesto sus esperanzas en ese estúpido juguete (bueno, recordad que no es un juguete, chicas y chicos), y quería intentarlo otra vez, esta vez en serio. Así que se puso firme, muy solemne, e incluso encendió una velita y la colocó sobre la mesa, y puso también frente a sí una foto de la abuela que cogió de la repisa de la chimenea.
−Abuela… abuela, si de verdad estás ahí, si puedes oírme… me gustaría que me dijeras si estás bien, o si estás disgustada por algo que yo haya hecho.
Aquel estúpido vaso de vidrio regalado en el McDonald’s no se movió en absoluto, pero la luz de la cocina se apagó de pronto, y todo quedó en oscuridad total, salvo por la vela.
−¡Ah! –gritó Laura asustada.
−Tranquilos, habrá sido sólo un corte de luz –intentó tranquilizar Jesse, con un tono de voz (esperemos que no lea esto) algo tembloroso. Por lo que pude saber después, mi hermana le aferraba fuertemente de la mano.
Entonces, para sorpresa de todos ellos, y mía, empezó a oírse un leve sonido como de aire o viento, que luego se fue intensificando y se sintió claramente como una respiración, o un aliento. Acabó siendo una voz.
−Niiiñooos…. ¡Niiiñooos!
−¡Aaahhh! –se le escapó a Laura, abrazándose a mi hermana. Los gemelos hicieron lo propio entre sí.
El fantasma continuó:
−Niiiñooos… Me habéis despertado de mi eterno descanso…
−¡Oh no! –exclamó mi hermana.
−Me habéis hecho enfadar… me vengaré… −siguió el lúgubre fantasma. La verdad, mi abuela era muy amable y me extrañaba tanta mala leche, pero en aquel momento, con la oscuridad y el ambiente… como que me quedé helado.
−¿Qué podemos hacer? No queríamos molestarte… −replicó mi hermana.
El fantasma pareció pensárselo, porque hubo una pausa.
−Dejadme la chocolatina, y el último trozo de pizza…
−¡Oh Dios mío! –gritó Laura −. ¡Ya me lo he comido!
−Un momento… mi abuela odiaba la pizza –dijo mi hermana recuperando el sentido común.
Entonces se levantó y encendió la luz, y fue al lugar del que procedía la voz, que parecía ser la cocina. Allí, tras la pared, estaba agachado Frog con un cono de cartón en la boca, haciendo una voz fantasmal y tomándonos el pelo a todos.
−¡Maldito idiota! –le gritó mi hermana furiosa, y le dio tal capón que se oyó desde donde yo estaba. Pocos segundos después aparecía Frog en el salón, masajeándose la cabeza, dolorido…
El caso es que aquello de la ouija había sido un fracaso, no funcionaba.


3
La tienda de ocultismo


Todos quedamos un poco decepcionados después de que esa cosa no hubiera servido para nada. Yo me uní al grupo y noté a mi hermana algo triste.
−Podríamos ir a la tienda de ocultismo del centro –dije−. Allí seguro que saben hacer que funcione.
−Tonterías –contestó mi hermana antes de dar tiempo a los demás de decir nada−. Además, está muy lejos, y a estas horas…
−A mí no me parece mala idea: tenemos toda la noche −contestó Jesse−. Además, hemos venido en el coche de mi padre. Podemos ir allí, echar un vistazo, pedir consejo, y estar aquí para las doce. [...]




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Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown.
© 2017, D. D. Puche & Grimald Libros.
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